domingo, 19 de agosto de 2012

Audio Libro: "El Rosal Franciscano de Argelina Vicenta"


Desde el Rincón



Desde el Rincón
María Josefina Mas Herrera


Dedicado al gran escritor Venezolano
Enrique Bernardo Núñez y a su ilustre esposa
La Señora Mercedes Burgos de Núñez,
También, a Josefina María Dolores Medina de Herrera
Y a todos mis mayores...


Deslizándose por la tasa

 

Aquella noche, María Dolores comprendió que nunca más volvería a ser la niña que corría, despreocupadamente, por los pasillos largos de la mansión. Sin la dueña del Rincón, se desvanecía su infancia, sus mejores sueños, las tortas de chocolate, las polvorosas, la jalea de mango, el entierro de Don Bernardo y las palomas del balcón. Tras el
Enrique Bernardo Nuñez Cronista de Caracas
amor que se alejaba indeteniblemente, se desvanecían  sus mejores años de infancia, su pueril ingenuidad y, dolorosamente, se marchaban  los mejores libros. Era el encuentro más difícil de su vida. Esa noche ella comenzaría a tomar conciencia que crecía y dejaba de ser niña. Se apretó las manos contra el rostro compungido y comenzó a llorar. Ese llanto jamás se le olvidaría en la vida.


Enrique Bernardo era para María Dolores sólo una sombra, un fantasma, unos pasos invisibles que se acercaban incisivamente por su espalda fisgoneando su alegría e intensa curiosidad de niña. Ella nunca olvidó la primera vez que pisó su biblioteca. La impresión la paralizó de inmediato. Libros, libros, millones de libros aguardaban ser leídos, manoseados, revisados, explorados ¡en fin!, desenterrados de la tumba en la cual se encontraban.


La biblioteca del escritor pronto se convirtió en todo un misterio y un acontecimiento para la niña. Juanita, la sirvienta de la casa decía que Enrique vivía allí,  que en las noches más oscuras, el escritor en un delirio de melancolía, dejaba caer su espíritu en su acolchada poltrona de cuero marrón y releía los libros que más le crearon fascinación durante su estadía en la vida. Juanita lo escuchaba al crujir de las maderas, cuando rodaba su inmensa silla del despacho y sentía sus pasos largos y taciturnos buscando papales, escritos; revisando su vida desde la muerte.


Por las tardes crepusculares de los Chorros, cuando Juanita bajaba  al patio trasero, con el palo y la perra de la trasversal a buscar mangos verdes para hacer jalea, un miedo escalofriante inmovilizaba sus huesos.

― Al atardecer ― decía,

― Yo lo he visto de espalda a la ventana de la biblioteca, sentado en su silla de cuero, releyendo los libros. Al muerto no le gusta que yo tumbe mangos. Es muy egoísta y no quiere darle nada a una vieja pobre y  necesitada como yo. Todo el día atendiéndole a la mujer y mira con lo que me paga el muy desgraciado. No quiere que le tumbe un mango...Como si pudiera comérselos ―; comentaba riéndose sarcásticamente.

La Ciudad de los Techos Rojos Caracas

Ella insistía en que él había dejado un entierro en la parte de atrás de la biblioteca. Millones de morocotas de oro, grandes y refulgurantes, formaban parte del botín que deseaba arrasar la sirvienta. Cuando llegaban las hijas feas de la sirvienta, flacas, mal olientes y pedigüeñas, las ponía a escarbar en el patio, a ver si entre todas podían encontrar el tesoro que guardaba el muerto de la biblioteca. Ni a los jardineros los dejaba limpiar por esos alrededores, por miedo a que le robaran el tesoro que por más de veinticinco años había buscado, custodiado y anhelado, pacientemente. Juanita abrió la puerta del Rincón a toda clase de espiritistas, brujos, santeros, quirománticos y brujos y brujas, todo con el deseo de encontrar el tesoro de Enrique Bernardo y hacerse rica de sopetón, pero todos sus esfuerzos habían sido inútiles.

 Por eso cuando la niña María Dolores bajaba las escaleras de piedra para llegar a la biblioteca y poder puerilmente acariciar a la perra, Juanita le gritaba furiosamente:


― Quédate encaramada sobre esa piedra y no des ni un paso más, mira que por aquí está el muerto y no le gustan las niñas feas y rubias como tú ―.

María Dolores únicamente quería asomarse por la ventana de la biblioteca para contemplar, calmadamente, el espectáculo que
Enrique Bernardo Nuñez
                  Gran Cronista y Escritor
representaban los millones de libros viejos para ella. La biblioteca era la esencia del orden. Un orden desconocido. 

― ¿Qué dirían tantos libros?, ¿Existiría alguno que a ella le interesara?, ¿Qué le enseñasen algo?, ¿Por qué tantos techos rojos dibujados en las caratulas? ―.

 En los momentos que se aproximaba o estaba cerca de la biblioteca del escritor se sentía dentro de una taza, de la cual, no le era fácil salir. Cada vez que intentaba desperezarse, sus piernas y brazos perdían fuerza y no podía seguir impulsándose hacia arriba, no lograba ajustar las manos al borde de aquella biblioteca taza y dar el salto que la conduciría al plato, donde estaba el jardín de la mansión. Pero ella igual disfrutaba, deslizándose desde el borde hasta el fondo de la taza, en un intento por pasar el rato, por gozar con la traviesa tautología de tratar de salir y volver a caer.


María Dolores se embriagaba de la esencia de la biblioteca. Esos textos eran distintos a los libros de colores que a diario le compraba su mamá, ni a los cuentos, ni a los cuadernos del colegio de la esquina que de costumbre la rodeaban en su alegre transito escolar.


Los libros de la biblioteca de Enrique Bernardo eran distintos. Se veían, olían, se sentían de manera diferente. Eran mucho más grandes y reposaban dispuestos sobriamente sobre filas imponentes filas de maderas pulidas. Olían a muchas cosas, pero sobre todo esos libros
olían y sabían a pasado. Aquella caducidad intrínseca, ese halo traslucido anacrónico en la que flotaban esos libros era lo que más le fascinaba a la niña María Dolores de la biblioteca del escritor Enrique Bernardo Núñez. En cada tramo, ella sabía que reposaba una historia, un relato, un sueño por recibir.

 

Con sus bucles desordenados y sus medias descorridas, la niña se lanzaba de espaldas sobre la madera pulida, en la parte de arriba de la biblioteca, como elevada en el cenáculo del conocimiento, donde la maldad del mundo no la alcanzaría jamás, levitando en el sueño eterno de los escritores, en la ilusión canónica de la sabiduría y la verdad. Algo de todo aquello también vivían en lo más profundo de sus entrañas inocentes.

 

De pronto, súbitamente la llamaba su madre:

 ―María D., a comer que se te enfría_.

Sin pensarlo, María se incorporaba con la agilidad de un felino en cacería, se ajustaba las trenzas sobre el peto del uniforme azul cielito y salía corriendo, toqueteando y acariciando todos los libros que
alcanzaba con su mano extendida, en una danza mágica y relampagueante, una especie de rito de seducción y rebeldía pues estaba completamente prohibido que nadie manoseara los libros del escritor.


En las tardes, después de hacer la tarea, acompañaba a su madre a dar una vuelta por el Rincón. Mientras Susana y la Señora Núñez hablaban y se divertían contándose historias, chistes e intimidades familiares, María Dolores pedía permiso para ir al salón y en vez de volver a la sala de visita, corría hacia su encuentro cultural vespertino. Ella era  parte del mausoleo escondido. En su poderosa imaginación, ella se acurrucaba entre los libros, formaba parte de los secretos, de los misterios, de las ilusiones desgastadas por
los años, de la vida y muerte de todos los que habían pensado,  escrito, visitado y homenajeado en vida al escritor y de todos los fantasmas que se habían despedido. Ella, ya era amiga del camello de la foto que colgaba cuando Enrique visitó Egipto. María Dolores estaba sentada al lado de hombre, con las pañoletas raras en la cabeza, que la protegían del sol y de la arena, delante de una pirámide hermosa y debajo de un sol resplandeciente. Así, María Dolores conoció a Egipto por primera vez, en la foto donde se imaginó sentada al lado de Enrique Bernardo.


Definitivamente Caracas se detuvo dentro de la biblioteca de Enrique Bernardo. En aquella Caracas, no existía humo, ni tráfico, ni la agotadora violencia de la pobreza y la marginalidad, ni sucio, ni desorden, sin malas palabras, crisis, desesperanza, en fin; sin la angustia de una ciudad que corría sin saber para donde iba. En ésta, no
se dibujó la atmósfera de pobreza, pues en la esfera de la Cuidad de los Techos Rojos que el escritor patentó en cada barrote de los balcones de su biblioteca, un sueño bello estaba por despertar en la ciudad. Definitivamente era hermosa, asombrosamente digna de poetizarla.


En medio del silencio ensordecedor, del miedo por la persecución permanente y el asedio que el escritor le profería a la niña enloqueciéndola ella, entre pánico y rabia le decía:

― Háblame. No te tengo miedo. ¿Qué haces tú aquí? ―.


Pero él se quedaba hermético, incólume, taciturno, parado tras ella, ignorándola hasta la eternidad. Sin embargo, entre ambos existía algo sagrado, aunque ella lo buscará y rechazara y él, simplemente la olvidara. Ellos dos sabían que ambos estaban allí, sin hablar, sin verse, sin tocarse. Enrique en su mundo y María Dolores en el suyo. El
Enrique Bernardo Nuñez Adolecente
fantasma, viejo escritor, afamado, poseído con toda la gloria  y el poder  de una buena vida recorrida, llena de éxito, con hijos, nietos, esposa, viajes, vida y muerte a cuestas. Ella, simplemente, una niña, ignorante, sola, a merced del fantasma que le trasmitía tanta vida y muerte, con mamá, papá y su hermanito Jaime. ¡Únicamente eso!. Un pequeño presente, sin historia, ni pasado de gloria, sin libros, ni amigos o autores a cuestas. Un futuro incierto por vivir, una posible juventud, la soledad eterna del que habla con algunos espíritus y por siempre, los muertos...

María Dolores siempre sentía la presencia del escritor, parado detrás de ella, observándola, estudiando su conducta, sus pasos de niña inquieta y curiosa, sus pensamientos hondos e impropios de su edad, en verdad, su espíritu. Eso era lo que más le molestaba a ella  y la desesperaba de Enrique. Pues él sabía todo lo que a ella le sucedería en su vida y el muy insensible, no era capaz de contarle, el muy egoísta, de adelantarle nada.


Ese hermetismo del muerto la enfurecía profundamente. Entonces, María Dolores iniciaba la guerra. Se levantaba de sopetón del suelo, corría por el largo lavandero, empujaba la puerta de madera verde del
cuarto de Juanita, brincaba a través de la cocina, pasaba el baño y el dormitorio de la Señora Mercedes y sin excusa, ni aviso preliminar, abría de golpe seco y avasallador la puerta de la biblioteca. 


Allí, se paraba con las piernas abiertas y las manos en la cintura en posición retadora. El escritor sabía que ahora la biblioteca estaba a la merced de María Dolores. Ella podía romper, esconder, mojar, destruir, desaparecer todos los libros que a ella le diera la gana. Al fin y al cabo que podrían pensar y decir:


― Es una niña y se sintió sola. Únicamente travesuras de una infante asustada―. En aquel momento María Dolores poseía el control, mientras él, en cambio, no disfrutaba de la suficiente fuerza para corregirla, detenerla o expulsarla fuera de la mansión.


Sin más esperar ella se adentraba en lo profundo de la inmensa casona. Descendía, cuidadosamente, la larga escalera de madera y se dirigía inequívocamente hasta el despacho del escritor. Ella se paraba frente al escritorio como esperando una palabra, un aviso, una aproximación. Enrique era sólo una presencia inédita.

El Crónista en su biblioteca del RINCON su última morada


Imprevistamente, ella brincaba como un culebra herida sobre la amplia poltrona de cuero marrón, estiraba sus largas piernas, se acomodaba el vestido y con la respiración agitada y entre cortada cerraba los ojos, como quien espera la meditación apropiada para comunicarse con el más allá. Al rato de ralentizar sus ojos al escenario que tenía enfrente, se dormía plácidamente la niña María Dolores, entre millones de libros escritos en todos los idiomas, libros que no entendía porque no le habían enseñado a leer en Latín, Francés o Alemán. Su sueño placido y tranquilo, su falda planchada, sus trenzas de oro derramadas sobre sus hombros y el arrullo del silencio. Del silencio y de la muerte.


La Señora Núñez lo extrañaba siempre, sus bellos ojos azules lo buscaban todos los días a través de la casa, en cada rincón del “Rincón”. Ese era el  nombre que le dio el escritor a la que fuese su última morada. Un espacio único donde reposar, hablar con Mercedes y
esperar la gloria y la muerte. Estas eran las preocupaciones de sus últimos días.

―Ni siquiera los escritores famosos se liberan de los designios de la devastación―

 

Eso pensaba María Dolores cuando escuchaba a la Señora Mercedes comentar los últimos momentos de vida de su marido. Ésta era una mujer adorable, fina como una pluma y brillante como el mejor diamante. La Señora Mercedes era una aristócrata de verdad. La niña lo sentía y por eso siempre la escuchaba con atención. Aprendía de sus palabras, sus ademanes finos, de la forma como contestaba el teléfono. Su sencillez inspiraba la mayor majestuosidad y esto no lo olvidó jamás María Dolores, incluso hasta en sus años de vejez.


La pulcritud, el orden, la limpieza y el protocolo embargaron  el “Rincón” hasta el final. Juanita tenía un ayudante: el Señor José, que contribuía en el quehacer del trabajo duro de tan inmenso caserón. El piso rojo del salón de recepción, era encerado, pulido y desempolvado diariamente. ¿Cómo iba a ser de otra manera?. Aquel era el lugar donde se exhibían los ramos de flores que le obsequiaba  la familia: en el día de
tu santo, cumpleaños, día de las madres, en cualquier día. María Dolores sabía que esas flores no eran, no fueron nunca suficientes para ella, porque  el dolor permanecía constante en su alma. La señora Nuñez los extrañaba mucho: a su esposo y a su hija Isabel, pero más que nada los necesitaba.


Quería hablarles de nuevo, contarles lo que había vivido con ellos mismos, volverle a cambiar los pañales a su hija y preocuparse, nuevamente, por la recepción de su matrimonio. Sentía en su pecho la necesidad de volver a vivir la vida, que con ellos, la hizo feliz  una vez. Quería conseguir el camino de regreso al amor. María Dolores con sus cabellos largos, sus manos de pianista y sus fantasmas a cuestas, comprendía lo que le sucedía a su amiga mayor. Sentía dentro de ella cosas que no entendía y no podía explicar por lo corto de su vida. E
l corazón se le convirtió en un tirabuzón cuando se posó al lado de la Señora Mercedes y percibió la atmósfera de dolor y desasosiego que le producía aquel encopetado, majestuoso y costoso ramo de flores, recibido en el día de las madres.


Allí estaban las dos, paradas una al lado de la otra, en encuentro común: el pasado, el futuro y las flores del presente. Como un choque de carros, una ráfaga de desasosiego les traspasó el corazón a las dos. El dolor las embargaba al unísono. Pero con la ingenuidad y la espontaneidad típica de los niños, María Dolores le tomó la mano a la Señora Núñez, devolvió sus ojos soleados hacia el rostro cansado y triste  de la anciana y con la faz del que jamás ha sentido el dolor de la muerte le dijo:

― ¿Usted no me va ha regalar un pedacito de la torta de chocolate
que hizo Juanita anoche? Mi mamá me dijo que ya la picaron. Vine a ver si me puede regalar un poquitico ―.

 

― ¡Claro que puedo, no faltaría más! ―, replicó la anciana, como una fuerte campana  que anuncia la llegada del nuevo día.

― Acompáñame a la cocina―.

Y marcharon las dos tomadas de la mano, pasado y futuro, en el monólogo irrepetible del tiempo, en pos del chocolate, el refresco y las polvorosas de la vieja cocina.


La Señora Núñez recordó, a través de los ojos profundos y serenos de María Dolores, que la vida seguía, que existía el amor y la torta de chocolate no tenía posibilidades de esperar ni un minuto más, en la vida de ambas. Que era la hora del chocolate y no había espacio, ni horizonte,
para otra cosa. La vida anunciaba su existencia, la esencia de la infancia tocaba nuevamente la mano de Mercedes, como aquella tarde cuando perdió las cintitas del canesú de su hijo Francisco, en el autobús de la carretera parisina.


Esa tarde, la casualidad se había puesto a su favor nuevamente. En un país extraño, con un idioma incomprendido por ella, había salido de compras, se montó en el autobús donde dejo las cintitas y de vuelta al hotel, el azar obligó a montarse en el mismo autobús de la pérdida. El conductor la reconoció  de inmediato. El enorme carro se detuvo y con las cintitas en la mano, el chofer  se acercó a ella para devolverle lo que había perdido.

― Que suerte tan grande tuve ― recordaba la anciana.

― Mira que conseguir las cintitas del canesú de Francisco en un lugar extraño, en una ciudad tan grande como París ―.


A María Dolores no le extrañaba el desenlace del cuento de Doña Mercedes. Lo había escuchado mil veces porque era la historia favorita de la dueña del Rincón. Sin duda, la niña podía recitar palabra a palabra el mismo relato. Sabía lo que pasaba primero y lo que venía después y ella para no aburrirse, creaba un escenario diferente, cada vez que lo escuchaba. Algunas noches solía imaginarse a un conductor alto, negro y gordo de cara redonda y sonrisa dulce. Otras veces, particularmente en las tardes, cuando estaba pendiente de Carlitos, lo veía blanco, bajito con un bigote engomado hacia arriba, como el gato de las comiquitas, que sonreía presurosamente a la Señora Núñez, por la ventana del inmenso autobús enseñándole un diente de oro.

 

Dentro de una cebolla

 

¿Quizás todo aquello era verdad para el mundo, pero no para la niña  María Dolores?.

― Es que todo huele muy mal―, Le comentaba, con rostro apesadumbrado, a su mamá y a la Señora Núñez.

― Mantenerse joven no puede ser al precio de oler siempre a cebollas―, decía poniendo cara de repugnancia y asco.


Ellas siempre disfrutaban de la conversación. María Dolores las observaba detenidamente. Sabía que ambas se necesitaban. La anciana tenía a la hija que había partido, la compañía agradable, el entretenimiento, el respeto y la admiración de una mujer que sería cariñosa y dispuesta a hacer todo lo necesario por ella: esa era Susana,
la madre María Dolores. En Mercedes encontró, nuevamente, a la madre que dejó en España. Con ésta recibía cobijo, alegría, compañía, enseñanza y amor. María Dolores era hija y nieta al mismo tiempo entre Susana y Mercedes.


Se contaban las cosas muchas veces y repetían las hazañas, las historias y los relatos. De vez en vez, Susana le cantaba a la anciana  melodías de España y la Señora Núñez las acompañaba con las palmas. Nunca era igual. Siempre se presentaba un menú diferente en las reuniones. A veces había fiesta, otras veces reflexión y recuerdos, de vez en cuando había rezos, las plegarias y los cuentos esotéricos embargaban el señorial comedor del Rincón.


― Cada vez que corto un aguacate me acuerdo de mi hija muerta. A ella le encantaba el final del aguacate―, decía la Señora Mercedes en las comidas.

 

Era la hora para que María Dolores estremeciera toda su humanidad. Bastaba que los nombrara y todos aparecían.

―¿No van a llegar? ― pensaba la niña, ―si todos viven aquí―.


María Dolores se  mantenía divida entre dos mundos completamente distintos que coexistían en una sola vida e instante. Al nombrarlos, inmediatamente, todos los espíritus estaban allí. María Dolores los intermediaba entre la vida y la muerte. Al nombrar a Isabel, María Dolores la sentía. Era una mujer alta, blanca, fina y elegante, triste
por la lejanía y la pérdida, de grandes ojos café. Al llegar al salón un gélido estremecimiento abatía a la niña. La muerta le colocaba la mano sobre el hombro a la señora Núñez, mientras ésta, melancólica y apesadumbrada cortaba el aguacate. Era un acto de amor y de consuelo.

― El amor no se va con la muerte ―, pensaba en silencio la niña.

 

Inexplicablemente, María Dolores la interrumpía para sacarla de su desazón y para que se alejara la muerta.

― ¿Cómo era su hija Señora Núñez? ¿Tenía los ojos azules como usted? ―, le preguntaba la niña con voz de inocencia.


Nunca, nadie supo su secreto. María Dolores estaba mirando cómo eran los ojos de Isabel, sabía de las prendas y el vestido que llevaba puesto cuando la enterraron y estaba fascinada con la gargantilla de
perlas que le colgaba regio a través del cuello limpio, con el azabache brillante de su cabello. Mientras la Señora Núñez se desasía en la respuesta, María disfrutaba al estar sentada en el salón verde del “Rincón”.

 

El comedor era uno de los sitios predilectos  de la niña. La mesa era de madera pulida, grande y cuadrada como un tablero de ajedrez agigantado. Había muebles por todos los laterales y una mesita de madera Luis XV, engalanada por un cenicero marca “Cappodimonty”, el preferido de María Dolores. Pasaba largas horas contemplándolo. Se sentaba en el suelo, frente a la mesa, a riesgo de mancharse irremediablemente el uniforme del colegio de monjas, con la cera del suelo, imaginándose la ubicación correcta del cenicero en un palacio renacentista. Así se sentía Maria Dolores en el comedor de la Señora Núñez. Era su mayor felicidad. Se imaginaba como una reina y ella sabía que nadie, ni su mamá, conocía ese secreto, pero María Dolores era la soberana del comedor y la Señora Núñez, su más célebre acompañante.


El reloj dorado del mueble lateral derecho era uno de los favoritos de la niña. En las mañanas, cuando iba al colegio en el transporte y mientras los demás muchacos se divertían con cuentos, plastilinas o simplemente peleaban por sus cosas, María Dolores pensaba en el Reloj Napoleónico de la Señora Núñez. Deseaba tener un salón igual cuando fuese grande y en él, sólo llevaría a su mamá, a Juanita la sirvienta y a su invitada especial: la elegante, distinguida y agradable Señora Núñez, viuda de Enrique Bernardo.


Sin embargo, el comedor era ultrajado, vejado y destrozado en su más profunda intimidad, semana tras semana, sistemáticamente,  por el mejor amigo de su dueña: el doctor de la cebolla. Así lo llamaba María Dolores. Hacia ya varios años, desde que Enrique murió, que la visitaba ininterrumpidamente.

 

La cuarta trasversal  de “Los Chorros” cambiaba dramáticamente cuando era visitada por el amigo semanal de la Sra. Núñez. Era un hombre bajito y moreno, con cara de mosca, que olía a cebolla. Sólo con doblar la esquina de la cuadra, el olor comenzaba a disiparse por todas partes. A veces María Dolores hacia las tareas en el comedor de su casa
Aquella Caracas de antaño
y desde la silla, divisaba a cuantos pasaran por la calle. Pero de repente el olor entraba y la penetraba. María se asustaba, abría despavoridamente los ojos pensando que no sería su imaginación, que de repente, vería pasar a una cebolla vestida con un flux negro, con sombrero y corbata que caminaba presurosa, a la hora del almuerzo, para disfrutar de una comida en el “Rincón”.


Su corazón comenzaba a latir aceleradamente. No quería ni pensar en que esa cebolla vestida, podría hacerle alguna maldad a la Señora Núñez. Entonces, frenética de miedo, se levantaba de un sopetón y se metía debajo de la litera de su cuarto, con los ojos cerrados y las manos sobre la cabeza, apretando sus cachetes contra el suelo. El frío la relajaba y le trasmitía serenidad. Se quedaba pensando en la Señora
Núñez, comiendo al lado del Señor cebolla. De repente, el hombre podría explotar y todos los pedazos crecerían y atraparían a la Señora Núñez, luego al “Rincón” y después a toda la cuadra de la cuarta transversal de los Chorros. María Dolores no quería imaginarse viviendo dentro de una cebolla. Todo sería de color blanco, solo el olor de cebolla existiría en su nariz.

Excitada, salía corriendo y gritando por su mamá.

― ¿Mamá tú crees que podamos estar vivas dentro de una cebolla? ―.

María Dolores lloraba desconsoladamente, mientras se arrojaba sobre los brazos de su madre. La fuerza amable y cariñosa de Susana la protegía.

― ¿Pero qué te pasa, de dónde sacaste eso de vivir en una cebolla?; ¿Porqué estas llorando?; ¿No quieres comer cebolla?, cálmate mi amor, nadie te puede obligar a comer cebolla―.

Mientras Susana  secaba el rostro a su hija y le besaba la frente,
María Dolores le balbuceaba:

―A mí si me gusta comer cebolla, lo que yo no quiero es vivir dentro de una cebolla―.

       ―Pero, María Dolores―, le decía su madre, mirándola con ojos despavoridos, ―¿De dónde sacaste tú que vamos a vivir dentro de una cebolla?. ¿No te das cuenta que eso no pasará jamás, pues vivimos en una casa y nunca una cebolla puede crecer tanto como para ser nuestro hogar? ―.

En el momento en que Susana le hablaba, María Dolores dejaba de llorar y comenzaba a recobrar la calma. La niña  se frotaba el rostro con las dos manos esparciendo las lágrimas por toda la cara como buscando el alivio del agua.

― ¿Entonces no nos va a pasar nada, mamá, ni a la Señora Núñez tampoco? ―

La madre de María pudo asociar los pensamientos y miedos de la niña con el cuñado de la Señora Mercedes. Era un viejo, medio ciego, que  venía a almorzar con ella, semanalmente, y un doctor le había recomendado, para detener la vejez, que debía comer como mínimo, dos kilos de cebollas crudas todos los días, cosa que el comensal cumplía, religiosamente todos los días.

 

Aquello ya no era un hombre, era una cebolla andante, destilaba un olor pegajoso, pestilente y nauseabundo el cual probablemente ya no podía percibir por la costumbre. María Dolores se había impresionado
mucho el día que lo conoció y a pesar de los esfuerzos hechos explicándole las razones de su olor, nunca estuvo de acuerdo en tratar de mantener la juventud a costa de oler tan mal.

― La impresionó más de lo que nos suponíamos―, pensó Susana mientras acariciaba el pelo de su hija.

 

― No te preocupes María D. por la Señora Núñez y por nuestra casa, nada malo nos va pasará. ¿Quieres que te prepare unos buñuelos? ― María era fanática de estos dulces que preparaba su madre.

―Si, Si― respondió sonriendo.

Se levantó de golpe y salió al jardín corriendo, mientras
desaparecía entre las matas le gritó a su madre:

― Llámame cuando estén listos los buñuelos―; de repente se detuvo en seco, se volteo hacia Susana diciendo:

― ¿A qué hora nos vamos a la casa de la Señora Núñez? ―;

― Después que te comas los buñuelos―, le respondió su madre, y sin más preocupación, prosiguió su marcha heráldica y veloz por entre los helechos y los claveles del jardín.



Las chicharras


El ruido ensordecedor, emocionaba el alma de poetiza de la niña invitada del “Rincón”. Visitante a toda hora, era como una trompeta, anunciando  el agua, el crepúsculo, la felicidad y la vida. Se sentaba en los escalones verdes de la entrada de la casa y se quedaba aletargada, en el sopor de la tarde, mirando el Ávila y escuchando los ruidos del jardín.

 

Para María Dolores el patio del Rincón no era un lugar cualquiera. Lo que más le impresionó, la primera vez que pisó la casa,  tomada de la mano de su madre, fue la campana de la entrada. Lucia un bronce enmohecido color verdolaga que contrastaba, divinamente, con el nombre escrito en cerámica: El Rincón,, en letra parecida a la que le habían enseñado las monjas en el colegio: larga y estilizada, como las gatas cuando enamoran. Efectivamente era un rincón pues se hallaba en la esquina, pero no era cualquier rincón. Era la casa de los artistas, del abolengo, la humildad, la dignidad y el decoro. Al sonar la campana de la entrada, el eco inundaba todas las hojas y la granada, la guayaba y las bolas puntiagudas de las matas de la del viejo cobertizo comenzaban la danza. La costumbre se hizo rito: la entrada de María Dolores al inmenso caserón del Rincón era anunciada por la sonora campana, hasta el último día.


Las chicharras la ensordecían de vez en vez. En las tardes María Dolores jugaba con la nieta de Juanita. Ésta pobre muchachita llamada Beatriz Mongól, era una niña fea y regordeta, de ojos tumbados como
lagrimas que parecían caérsele de la cara a cada salto de la cuerda de jugar. Siempre las acompañaba Carlitos. Entre María Dolores y el niño rubio las cosas eran muy diferentes, particularmente, cuando no estaba la Mongol con sus juegos de barrio bajo.

 

María Dolores sentía cosas extrañas, que no podía comprender, cuando lo veía. Carlitos era rubio como el trigo y sus ojos eran amarillos como dos ríos reventando en manantial cuando miraba a la niña. Él, quedaba mudo, rojo y acalorado cuando entraba en conversación con ella. María Dolores hacia que ignoraba esos detalles y actuaba como si no pasara nada, como si no se percatase de los cambios de su amigo.
Tenía miedo, mucho miedo que se diera cuenta que ella también se sentía enrojecida, tartamuda y asustada. Carlitos la paralizaba, le agradaba y le transformaba el ritmo de los latidos de su corazón.


Pasaban largas horas jugando en el jardín, corriendo entre las matas, huyendo del muerto de la biblioteca que por todos los rincones se les aparecía y los perseguía sin contemplaciones.

Cuando la luz se desvanecía y se tornaba roja, María Dolores corría hacia el foso del patio, hasta la biblioteca. Carlitos la acompañaba en el tropel y ambos asomábanse conjuntamente por la ventana, aferrando las
manos a los barrotes, unas al lado de las otras para contener el miedo. Para ella la emoción de la cercanía a Carlitos era tan fuerte que no podía disfrutar tranquilamente de su acostumbrado escenario. Tenía al lado a Carlitos que olía a castañas, a salado y a monte.

El canto de las chicharras los acompasaba. Carlitos le hablaba al oído:

―¿No le temes a Don Bernardo?, ¿Y si nos sale?, ¿Voy a tener que abrazarte para que no te desmayes? ―.


María Dolores se sentía desfallecer, sus piernas temblaban cuando la respiración de Carlitos le tocaba el cuello, un sudor seco y electrizante le recorría el cuerpo y de repente, la niña salía corriendo por las enormes escaleras de piedra del jardín, rumbo al comedor gritando enloquecidamente:


― Ahí está, ahí está, el escritor, Don Bernardo, se nos apareció en la ventana de la biblioteca―. Los gritos alborotaban el ambiente tranquilo del Rincón.



Entonces, salían todas corriendo al jardín: Juanita, Susana y la Señora Núñez. Entonces, todas paradas en la puerta presenciaron el momento en que María Dolores se desvaneció jadeante sobre los brazos de su madre.

― Allí abajo está mamá, el señor de la foto―.

―¿Quién? ―, preguntó la Señora Núñez, inclinándose un poco para mirar fijamente los ojos de María Dolores. 

― Ese, ese Señor―, respondió inocentemente la niña, señalando la impresionante foto del escritor que encabezaba el salón principal.


La Señora Núñez se alzó en tono desafiante frente a la foto y le recriminó a su esposo:

 ― Enrique no asustes a los niños, mira que ellos son mis amigos, por favor no lo vuelvas a hacer―, y dándose la vuelta para María Dolores y Carlitos les profirió una fuerte réplica:

― No se preocupen, él no los volverá a asustar, pero ustedes no pueden estar husmeando por la ventana de su biblioteca―.

Carlitos estaba despavorido y en voz baja, mirando a María Dolores a los ojos y dirigiéndose a la anciana expuso:

― No se preocupe, Señora Mercedes, no lo volveré a hacer―.

María Dolores escondió el rostro en el cuerpo de su madre y se sintió muy triste al pensar que nunca más podría estar tan cerca de Carlos como aquella tarde, atada de miedo a los barrotes de la ventana de la biblioteca del escritor.


En los días siguientes María Dolores no podía conciliar el sueño con tranquilidad. Se despertaba nerviosa sintiendo el aliento de Carlitos en sobre su cuello terso. Así se quedaba boca arriba, mirando sin ver, con los ojos abiertos recordando la voz, el olor y las palabras acarameladas de Carlitos. Repasó la misma escena en la ventana, una y mil veces, y con el recuerdo regresaba el encanto, el temblor, las ansias y el insistente ruido de las chicharras.


El  Presidente


Juanita llegó a la casa de María Dolores desesperada y fue la última morada en visitar esa tarde, pues allí comía, se distraía y permanecía sentada largo tiempo, vilipendiando sobre su trabajo. Pero esta vez la noticia era diferente. No se trataba, como en otras oportunidades, en
Dr. Rafael Caldera Presidente de Venezuela y amigo
de la Señora Mercedes Burgos de Nuñez
 quien viistaba El Rincón
narrar la majadería de la Señora Núñez porque quería que le sirvieran la ensalada en un platico de porcelana aparte, o que no podía dormir si no se peinaba y se encremaba las manos varias veces. Todos estos comentarios enfurecían a Maria Dolores. La niña sentía que odiaba profundamente a Juanita cuando se ponía a criticar y despotricar de su jefa.


El evento que debía ocurrir no tenía precedentes en la historia del Rincón, incluso de la cuarta trasversal de Los Chorros. El presidente de la República, en persona,  iría a dispensar una visita a la Señora Núñez en la antigua mansión, con el propósito de expresarle su alegría ante la inminente mejoría. La vieja Juana, como a escondidas se lo había informado a todo el mundo: el lechero, el pescadero, los alemanes del fondo de la calle, los italianos del trece, la señora de la peluquería, el viejito del kiosco del periódico, la negra que hacia las cortinas y las meretrices de la casa roja, el artista  de la casa rara y hasta los borrachos de la esquina. Todos sabían que el sábado estaría el presidente por la cuadra.


Las acciones no se hicieron esperar. Comenzó el proceso de cambio. Los españoles pintaron el frente de su casa y cortaron las ramas bajas del manguero que los albergaba. Las prostitutas pintaron, que tenían años que no le hacían un cariñito a su casa. El Señor que vende
periódicos en la esquina fue a la Alcaldía y solicitó que le cambiaran el kiosco porque no estaba dispuesto a pasar por la vergüenza que el presidente lo viera en un kiosco viejo y destartalado.


El portugués del abasto, de inmediato, mandó a mejorar y frisar la fachada y se compraron todos los bombillos del anuncio de “Pepsicola”. Hasta la mamá de María Dolores fue al vivero y compró tierra para replantar y mejorar las matas del jardín.


Por las noches cuando María Dolores y su mamá iban al Rincón para que la Señora Susana le rezase la erisipela de la pierna a la Señora Núñez, éstas,  le contaban todo lo que estaba sucediendo por la cuadra, a propósito de la salutación del visitante. Se reían a carcajadas. Fue tanta la risa y la burla frente a lo sucedido que a la Señora Núñez se le salió la plancha. La impresión de María Dolores fue única.  Estaba frente a una persona que tenía dientes movibles. La niña no pudo resistir la curiosidad y mirando a su madre y a su anciana amiga le dijo:


― Señora Núñez me puede prestar los dientes a ver como me quedan a mí. Me faltan dos dientes aquí adelante―;  y parándose frente a la viejita,
la niña abrió la boca y se agachó para que la anciana, desde su cama pudiera apreciar, claramente, la falta de dientes de María Dolores. Un estallido de risa irrumpió como un rayo entre las dos mujeres.


La mamá de la niña lloraba de risa y trataba, inútilmente, de hablar con su hija para explicarle que la plancha no era prestable. Por su parte la Señora Núñez, apoyada en el brazo de María no podía parar de carcajearse. La niña se reía por un acto reflejo frente a los dos personas mayores. Sin lugar a dudas, había dicho
Presidente Rómulo Betancourd
Y gran amigo del cronista
algo gracioso pero en lo profundo de su ser María Dolores se sentía inmensamente preocupada por probarse la plancha de la Señora Núñez y con eso evitar las burlas de sus compañeros de clase, por ser tan grandota en tamaño y todavía no tener los dientes delanteros.


Doña Mercedes movió la campanita del cuarto para que viniera Juanita. Cuando la sirvienta entró a la habitación y todas estaban riendo, trato de preguntar que pasaba, pero al ver que nadie podía responder por la risa, se devolvió a la cocina y en una bandeja grande de plata,  cubierta por una paño de lino, con bordes de encaje, les llevo tres vasos con agua. Esa fue la única fórmula de apaciguar la risa.


El sábado por la mañana la cuarta transversal se despertó más temprano que de costumbre. Los frentes barridos y baldeados. Los perros amarrados en casa de sus respectivos dueños, no había sucio, ni tobos de basura por ningún lugar de la calle. De los balcones se asomaban flores y las macetas de la mamá de Dolores y de Doña Margarita recitaban aromas y colores en espera del ilustre personaje.

 

Toda la mañana hubo un gran movimiento. Juanita no había podido salir de la casa  para informar nada, la cantidad de trabajo se lo impedía. Los vecinos, hasta se acercaron hasta el hogar de María Dolores para pedirle a la mamá, que diera una vuelta por el “Rincón” para saber que estaba sucediendo.


Como a la cinco de la tarde se armó una algarabía, la gente saludó y se asomó frente a un inmenso carro negro que pasó rápidamente y se alejó a gran velocidad. María Dolores, sentada en el patio de su casa, tan sólo percibió el celaje del auto que en carrera, se marchó. Estaba segura que el Presidente no había visto las matas de flores de su mamá, ni de la vecina, tampoco la fachada de los españoles, ni el anuncio de los portugueses, las reparaciones del kiosco de periódico del Señor de la esquina. El presidente no vio los arreglos de la cuarta trasversal, ni el esfuerzo de la gente. No vio nada.


Entonces, napoleónicamente se levantó indignada, con su vestido de flores barato y acariciando a la gata, puso la cabeza en alto y con la mirada encolerizada expuso decidida:

Jovito Villalba otro político amigo del escritor

―Cuando sea grande quiero ser presidenta y nunca más será ignorado el trabajo, el esfuerzo y la ilusión de la gente―, tal como había pasado ese día en la cuarta trasversal.


A partir de ese momento María Dolores quiso ser la próxima presidenta. De manera resuelta se acercó a su madre y en tono de sentencia le lo advirtió:

―Mamá, yo seré la próxima presidenta―.

La madre de María Dolores soltó su acostumbrada carcajada y le preguntó a la niña,

―¿te gustó mucho ese carro tan grande?–., pero la niña en tono entre solemne y decepcionada respondió:

― No mamá, lo que no me gustó fue el desplante que el presidente le hizo a la gente después de tanto trabajo. No se fijó en nadie, ni en nada―.


Susana acarició la cabeza de su hija y le respondió:

― Así son todos hija, así son todos―.  Fue entonces cuando María Dolores la miró fijamente a los ojos y retirándole la mano de su cabeza con fuerza le respondió:

― Pues yo no seré así―, dijo enojada, dio la vuelta, recogió  a la gata que le hacía carantoñas alrededor y se fue caminando despacio por la tarde, diciéndole entre murmullos a su amiga:

― Nosotros no seremos así, verdad pantera. Nosotras si queremos a la gente ― mientras acurrucaba la cara contra los bigotes de la gata.


Nunca más María Dolores se interesó por nada que tuviera que ver con el Presidente, ni siquiera quiso estar presente en la conversación, que sobre el tema mantuvieron la señora Núñez y su mamá. El presidente no había tomado en cuenta al pueblo y María Dolores, nunca más, lo tomaría en cuenta a él. La había decepcionado profundamente.


Tú y yo: brillante y agua marina

 

Las joyas de la Señora Mercedes arrinconaban a cualquiera. María Dolores nunca había visto algo así, tan preciado y extraño. Era un
espectáculo reservado al mundo de lo onírico y sobrenatural.

 

Esa tarde la Señora Núñez se acercó a la caja fuerte y refiriéndose a su amiga le dijo:

―Vente conmigo Susana, acompáñame a ver mis prendas por última vez―.

La mujer, en tono de reclamo, le manifestó:

― No me hable así Señora Núñez, usted sabe que a mi no me gusta que me diga  esas cosas. Además, usted es Rosacruz y la gente que practica eso no puede barruntar cosas malas―.


La anciana riéndose y sin detener el paso le respondió:

― Por ser rosacruz es que habló así―.


María Dolores estaba indecisa en sus acciones: contemplar las joyas y acompañar a su mamá y a su abuela postiza, soñar  sobre la arena frente al cuadro del mar que se derrama en la sala de espera, o iniciar su ritual de guerra en la biblioteca de Enrique Bernardo Núñez.


Pero el amor y la compañía se impusieron y se quedó sentada en el
borde de la cama, muy cerca de la ventana, escuchando el susurrar de las palomas. ―Las niñas―, como les decía la Señora Núñez.


La dama del “Rincón” era fanática de las palomas. Bastaba que se asomara a la ventana de su cuarto y un ejército de plumas de todos los colores y zumbidos extraños e inesperados desaparecían el sol de la ventana. Se levantaba bien temprano, iba a la cocina y desmenuzabas mucho pan. Al pararse en la ventana iba hablando con sus amigas plumíferas. Les contaba como había dormido y lo soñado la noche anterior, lo interesante del último libro que estaba leyendo y la última conversación que había mantenido con su esposo Enrique.


― ¿Quizá de tanto hablarles ellas por fin la entiendan? ― Eso pensaba María Dolores cuando la escuchaba conversar tantas horas con las palomas.


La niña la acompañaba por compromiso cuando habría la ventana para darles merienda a las palomas. Se había dado cuenta que en cada aletear de las palomas se levantaba un polvito muy finito que la hacia
estornudar mucho. Todo esto le hacia mucho daño a María Dolores, pero no le contaba nada ni a su mamá, ni a la Señora Núñez por miedo a no poder volver más al “Rincón”.


Aquella tarde, cuando la anciana desplegó sus cofres con joyas sobre la cama, María Dolores consiguió la pregunta perfecta para evitar que la Dueña del “Rincón” abriera la ventana y entraran sus amigas las palomas.

―¿Dígame una cosa Señora Núñez, si usted tiene tantas prendas y collares bonitos porque sólamente lleva puesto ese de la piedrita azul y blanca? ―.

La anciana se miró la mano, siempre temblorosa, acarició el anillo con la otra mano y soltó una risita turbada. Movió la cabeza hacia atrás como tratando de recordar un hecho que estaba muy lejos,  o algo guardado muy profundamente dentro de ella, miró a la niña con nostalgia y prosiguió:

― La piedrita azul es un aguamarina y representa el amor, la piedrita blanca es un brillante y representa la vida y el estar juntos y entrecruzados, María Dolores. Significa “tú y yo en el amor” para toda la
vida. Este es el anillo de compromiso que me regaló mi esposo Enrique cuando nos hicimos novios hace muchos años. En verdad esta es la única prenda que realmente me parece valiosa, de todas las que tú ves aquí sobre esta cama―.


María Dolores miró la mano de su madre y encontró el aro de matrimonio.

―¿Es cómo el que tiene mi mamá en la mano? ―.

― No María―, respondió Susana.

― El mío es el aro de boda, uno se lo usa cuando se casa, el de la Doña Mercedes es un aro de compromiso, el novio se lo entrega a la novia en señal de amor, para pedirla en matrimonio―.


Entre tanto, la Señora Núñez buscaba el cofre azul, donde guardaba los aros de matrimonio, para enseñárselo a María D.  y a Susana. María Dolores dejó correr su imaginación.


Soñó el momento en que Carlitos le entregase una sortija de “tú y yo” de brillante y aguamarina, igual al que por muchos años había llevado la Señora Núñez en su mano. Súbitamente María reaccionó y le dijo a la anciana:

― Pero el Señoor Enrique Bernardo está muerto y ese anillo representa el amor para toda la vida no para después de la muerte―.


La viejita palideció repentinamente, tomó la mano de la niña y una lágrima se desplazó por su mejilla. Cuando iba a pronunciarla palabra, María Dolores se adelantó de repente, miró a la anciana directamente a la cara y resueltamente le dijo:


―Mire Señora Núñez, no me explique nada, yo no les había querido decir, pero se que a pesar de que el Señor Bernardo esté muerto, aún existe, por eso es que todavía usted tiene puesto el anillo―. Ella bajó la
cabeza en señal de tristeza y de honor al hablar del esposo muerto.

―Yo siempre lo siento dentro de la biblioteca, aún él está ahí―. Y sin más, su brazo largo y su mano inquisidora señalaron la puerta del cuarto de la Señora Núñez que comunicaba con la biblioteca.


Su madre irrumpió desenfrenadamente.

―¿Cómo es eso María Dolores que tú sientes a Enrique en la Biblioteca?; ¿Dime?, ¿Qué es lo que ves? ―.


La niña en tono tímido y nervioso alegó:

―No veo nada, no lo veo, pero lo siento―.

―¿Qué es lo que sientes? ―, insistió la madre.

―Siento su presencia, oigo sus pasos, conozco lo que desea y  lo que no quiere que haga. Yo lo escucho cuando todavía pasea por la biblioteca y no le gusta que le toquen los libros sin el permiso de la
señora Núñez. Le disgusta cuando entran al cuarto oscuro y le abren las gavetas del escritorio. Yo conozco cual es el libro que más leía. Era el de cuero marrón que está sobre su despacho. Todo eso lo sé porque lo siento y no porque lo haya visto nunca, o lo haya escuchado. No le tengo miedo porque es mi amigo y me gustaría ser escritora como él, cuando sea grande.


La señora Núñez irrumpió a llorar, abrazó a la niña y la besó muchas veces en el rostro y en la cabeza. Era como reencontrase con su marido  a través de  las palabras dispersas y dubitativas de María Dolores. El amor estaba allí, en la niña y en el “tú y yo” que hacia más de cincuenta años, la distinguida aristócrata Mercedes lucia en su mano.

 

El cristo en el cartón

 

El “Rincón” era un museo, cargado de historia, recuerdos, pasado y de obras de arte. Miles de cuadros, jarrones, sillones, lámparas, cojines, platos y demás enseres engalanaban el gran “Caserón” del cronista. María Dolores tenía sus cuadros preferidos: una pintura del mar en el salón de recepción y el cuadro de la Virgen de la Guadalupe, un original muy costoso de una afamada pintora mexicana, según decía la Señora Núñez. 

La niña no tenía que ver con precios caros, ni autores famosos, ni con esas evaluaciones artísticas de los especialistas. Esos eran sus cuadros favoritos y punto. Cuando en las tardes abría la puerta principal, que siempre estaba sin llave porque la vieja Juana estaba perdiendo la
memoria se deslizaba, sigilosamente, como una fiera y se paraba delante del cuadro del mar. Era inmenso, con todos los tipos de azules que existían el mar, aquellos que ella no tenía en su caja de colores. Ese cuadro le trasmitía miedo y tristeza. Sabía que jamás podría llegar a pintar un cuadro así, era muy mala dibujando y peor coloreado, particularmente con acuarela y óleo. Sentía que no era pintora, pero sabía interpretar el sentimiento del artista tras las pinceladas, los colores y las olas terribles y violentas del mar de leva que anunciaba la vida y la muerte, en el salón de recepciones del Rincón.

 

El otro cuadro que le fascinaba era el de la Virgen, situado en el comedor de la casa. Aquellos ángeles sosteniendo el rostro más hermoso que jamás haya visto en su vida. Sus ojos regalaban dulzura,
Teresa de la Parra Amiga del Escritor
caridad, amor, pureza. Muchas veces María Dolores se quedó contemplándola y brincaban sus lágrimas frente a la Virgen de Guadalupe, porque sabía que no le alcanzaría la vida para interpretar  el mensaje dibujado detrás de aquellos ojos. La conmovía tanto el reflejo de la Gran Señora que a momentos pensó llevarse el cuadro para su casa.




Pero María Dolores tenía a quien salir. Susana también tenía un cuadro favorito en la mansión colgado, despreocupadamente, sobre una de las neveras, en la salita del teléfono. Era un cuadrito de Jesucristo, con la melena larga y suelta, una chiva rizada, espesa y unos ojos vivos que miraban inexorablemente si alguien lo miraba. Cada vez que entraba lo saludaba y le preguntaba

―¿Cómo amaneció la Señora Núñez? ―. Ella se quedaba mirándolo como esperando una respuesta por segundos y después seguía caminando de la Mano de María Dolores, al cuarto de la anciana. Al salir de la casa siempre se despedía de él con un:

―Hasta luego, cuídela mucho―.


La niña sabía que entre ese cuadro y su mamá existía una verdadera comunicación. Percibía que esa imagen no era únicamente un dibujo de un cuadro, había algo superior que la doblegaba y le hacia bajar la cabeza. Ante el Señor de Chiva y ojos inexplicables no valían
títulos ni poderes, fortunas, libros, fama, escritores, posición ni nada. Era el único cuadro del pomposo y arreglado “Rincón” que no estaba debidamente montado, no tenía vidrio, marco pero era el más hermoso, el más espiritual y el más valioso. La Señora Núñez lo quería mucho. Se lo había regalado un Rosacruz muy evolucionado,

― Tal como lo vio lo pintó―, decía muy emocionada. Era, simplemente, un Cristo pegado sobre un cartón.


La foto de la entrada de la mansión era el retrato del escritor. Un cuadro inmenso que jamás María Dolores miró. A la pintura no le gustaba que nadie entrara a la casa. Una mañana Susana y María Dolores entraron al “Rincón” para saludar a la Señora Núñez. Al cerrar la puerta y dar vuelta cara al inmenso retrato la presencia del escritor era inminente. Su rostro de rabia se derramó por los vidrios y los marcos. Susana se encolerizó y con una voz fuerte y estruendosa le gritó:


― Nosotros no venimos a esta casa a robar, ni a hacer nada malo, sólo queremos saber cómo amaneció su esposa hoy, entendió―. Cerró la puerta y siguió tranquila como si nada al interior de la casa. María Dolores no sabía como explicarle a su mamá que Don Bernardo era así. Que a veces en la mañana amanecía malhumorado. No se trataba de que no las quisiera a ellas en especial, sino que su espíritu atribulado,
necesitaba encontrase con los vivos para recuperar la vida, la esperanza y el amor. Todas esas cosas constituían un ejército de palabras acompañadas de una avalancha  de preguntas y respuestas, sucesivas explicaciones y relatos, que ni la niña, ni  su madre estaban en capacidad de atender. Ella solo lo sabía, como otras veces y nada más. María Dolores percibía el humos matutino del escritor.

 

Aquella mañana Juanita llego corriendo a  casa de Susana y de María Dolores con ojos llorosos  y  aliento entrecortado.

―Ocurrió una gran desgracia que no sé como decírselo a la Señora Núñez. El cuadro del escritor se cayó solito y se destrozó, no quedo nada. Que gran tragedia tan grande―, decía la sirvienta, agarrándose la cabeza.

María Dolores miró a su mamá de reojo y entre las dos funcionó el código perfecto que nace de la sangre. En lo sucesivo no se haría ningún comentario de lo ocurrido horas antes de la desgracia. Aquello no pasó nunca. Susana jamás interpeló el retrato del escritor. Una cosa no tenía que ver con la otra. El cuadro se cayó ¿por qué?, por muchas razones. Pudo ser el viento, un temblor o alguien lo tumbo, pero no tenía que ver con lo que la madre de María Dolores le había dicho. La niña sentía que lo sucedido tenía un origen, sabía que no eran cosas de su imaginación, que el espíritu del escritor estaba en cada parte del Rincón y a partir de ese momento su madre le creería cuando hablara de Don Enrique. Su amigo le había regalado una prueba de su existencia.


El escritor vivía en el Rincón, aunque sólo fuese para su esposa, la sirvienta, María Dolores y Susana.

 

El elefante de marfil

 

Aquélla noche no dejaba de sonar el teléfono. El hijo de la Señora Núñez estaba muy mal. No sabían cuanto podría resistir, la enfermedad. Estaba a punto de poner fin a su vida en cualquier momento. La viejita en un acto de desesperación y desasosiego levanto los brazos hacia el cielo y dijo gritando:

―Dios mío, llévame a mí, pero no te lleves a mi hijo Francisco. No puedo resistir ver más muertos en mi familia. Mi hija, mi esposo y ahora
mi hijo mayor. No puedo ver más desgracia. Me voy yo, pero cúralo a él  y dale larga vida en la tierra―.


Las palabras de la Señora Núñez atemorizaron profundamente a María Dolores. Una cascada de miedo helaba los huesos de la niña y le ponía la piel de gallina. De inmediato María Dolores y su madre cruzaron mirada. Los ojos de Susana estaban desorbitados a punto de romper en llanto. Las palabras de la anciana habían sido oídas, escuchadas, aceptadas. La sentencia estaba escrita.

         

Los días sucesivos pasaron rápido y sin más largas. El corazón de la anciana comenzó a fallar. La dueña del “Rincón” demostraba una clarividencia única. Llamó a todos sus familiares, dio órdenes y contraordenes, entraban y salían abogados, nietos, hijos, yernas, amigos, poetas, políticos, artistas. Parecía que había una fiesta en vez de una enferma.

María Dolores abrió la reja verde, se alzó de puntillas para dar la campanada de aviso y cuando miró a la puerta de la biblioteca que daba al jardín, divisó a un hombre parado ante la puerta entreabierta.        ― Debe ser el Señor José que vino a limpiar la biblioteca ―, pensó. 

Entró como siempre y cuando se encontró a Juanita en la cocina le dijo:

―El Señor José está limpiando hoy también, no dejó todo listo el sábado―.

 Juanita no podía voltearse para responder y dejar el punto de batido que tanto le costaba.

― El Sr. José no viene en la semana, de donde sacas eso―, le respondió la sirvienta despreocupadamente.


María Dolores no quería siquiera suponer que José no estaba en la Biblioteca.

―¿El hombre que está en la biblioteca vestido de caqui con una boina azulita no es José y entonces quién es Señora Juana? ―. Preguntó despacio y en voz bajita. La vieja Juana se volteó de inmediato para la niña. María Dolores la miraba desenfrenadamente asintiendo con la cabeza. La sirvienta dejó la comida y corrió por las escaleras del cuarto de la señora Núñez secándose las manos con el delantal de cuadros. La niña la perseguió. Pasaron directo, desde el cuarto de la anciana hasta la biblioteca. La Señora Mercedes, que estaba acostada pregunto sin abrir los ojos:

―¿Para dónde vas tan apurada Juanita? ―.

―Es que María Dolores dice que vio a un hombre vestido de caqui, con boina azul, en la puerta de abajo de la biblioteca―, insistió Juanita parándose en los pies de la cama.

La Sra. Núñez abrió los ojos y sin moverse estiro la mano hacia la niña.

–Siéntate aquí conmigo María Dolores. Vamos a hablar―.

María Dolores conocía bien a la Señora Núñez. Sabía que se sentía mal para estar acostada y hablar con los ojos cerrados. Era la primera vez que la veía hacer una cosa de tamaña naturaleza. La dueña del
“Rincón” era una dama enérgica, dinámica, siempre en acción. Lo que estaba presenciando María D. era el cuadro de una mujer cansada, abatida, entregada, lista para abandonar el Rincón. 

 

―Señora Núñez había un hombre parado en la puerta de la bibliote... ― trató de insistir Maria Dolores cuando la Señora Núñez replicó:

―Yo sé que es verdad, mi niña, que lo viste. Ese es mi esposo Enrique. Lleva días por aquí. Es que me vino a buscar. Ahora si. Ahora si me voy con el―.


María Dolores no sabia que decir. En verdad había visto un hombre en la puerta de la biblioteca, pero no estaba segura de entender lo que le quería decir la vieja mujer. Para la niña la idea de la muerte era confusa.  La Señora Núñez no se podía  morir, pensaba María Dolores. Se volteó  para la sirvienta diciendo:

―Juanita, las niñas comieron hoy―.

―Creo que no―, respondió la sirvienta en tono de duda. La señora Núñez abrió violentamente los ojos y como volviendo a la vida le ordenó a la sirvienta:

―Tráeme los pedazos de pan para que María Dolores les de comida a mis niñas. Así yo las puedo mirar desde aquí. No tengo fuerzas para levantarme de la cama y por eso no les he dado desayuno. Corre Juanita, corre―.

Cuando Juanita abrió la ventana María Dolores sintió un ahogo mortal. Millones de palomas se abalanzaron sobre ella. Una danza de plumas envolvió su cuerpo largo y delgado. El murmullo grave y oscuro de las palomas la asfixiaba.

― Mire como comen Señora Núñez― le decía la niña riéndose.


La viejita se incorporó y sonrió con sus ojos tristes y su rostro pálido. Aquella danza fúnebre exclusivamente podía ser entendida desde el amor. Mientras se reía y daba vueltas entre las palomas María Dolores repetía bajito y entre dientes

―No te la vas a llevar, no te la vas a llevar―.

Por la tardecita, María Dolores se bajó del transporte y la estaba esperando su mamá.

―¿Le paso algo a la Señora Núñez? ―preguntó angustiada.

―No, nada―, respondió Susana y bajo la cabeza. ―La llevaron a la clínica. Estamos esperando que regrese? ―.

María Dolores conocía a su madre, sabia que las cosas no estaban bien. La niña se le asomó a los ojos de Susana y preguntó:

―¿Hablaste con el Cristo del cartón, qué te dijo? ―.

Susana se la quedó mirando fijamente y entre dolor e indiferencia respondió:

―Que no vuelve. La Señora. Núñez no regresará al Rincón-.


María Dolores cerró los ojos para soportar el dolor, apretó las manos de su madre y salió corriendo hacia el enorme caserón. El llanto le corría desordenadamente por el rostro. Golpeó la puerta y se abrió paso en medio de un tropel de gente que no conocía. Llegó por la puerta de la habitación a la biblioteca, bajo las escaleras, como buscando una respuesta, tratando de llegar a una negociación. Enrique no podía
llevársela, la había tenido por más de cincuenta años y ella apenas la estaba conociendo. No era justo. No debía estar sucediéndole.

Se paró, como siempre, frente al gran escritorio de caoba y comenzó mentalmente a hablar con el escritor. Sentía que lo odiaba. Por su culpa se iba Doña Mercedes. Pero, de pronto, se dio cuenta que estaba hablando sola, que ya él no estaba allí. Miró hacia el techo y encontró una lámpara cualquiera. Los libros habían perdido el brillo, la magia. Esa no era su biblioteca encantada. Bajó la cabeza y lentamente se frotó la cabeza con las dos manos, desde la frente, hasta tocarse la nuca. No podía contener las ganas de llorar. Se había ido la Señora Núñez, su amigo el escritor y la biblioteca ya no estaba encantada, tan sólo habían millones de libros apelotados entre la humedad, las polillas y hongos. Entonces, también se iría ella. No valía la pena estar más ahí. Subió las escaleras de madera lentamente, sin el apuro, ni la intranquilidad de siempre y como dando la ojeada final, volteó la cabeza de lado y cerró la puerta. Esa fue la última vez en su vida que María Dolores pisó la biblioteca de Enrique Bernardo Núñez. ¡ La última vez!.


Días después llegó Juanita a casa de María Dolores. La vieja, con su delantal sucio, sus cabellos grasientos y los ojos llenos de lágrimas se paró en la puerta diciendo:

La Señora Núñez acaba de tener el último aliento de vida―, y sin más comenzó a llorar desconsoladamente. La niña levantó la cabeza para ver la escena de la anciana y dicho esto, regresó la vista a los libros para seguir escribiendo absorta en sus dibujos, sus escritos y tareas. Mientras la sirvienta se deshacía en detalles y explicaciones.

― Susana, la Señora Núñez dejó dicho que fueras a buscar el cristo del Cartón y el cenicero de la niña... ―.


María Dolores había dejado de escuchar. Ya sabía lo que venía, estaba en puerta el descalabro del “Rincón”. A medida que se imaginaba el aterrador espectáculo, su corazón se contraía al igual que su rostro. Sabía que debía ser fuerte porque no había nada que ella pudiera hacer para evitarlo. Así era la vida o  más bien la muerte.

 

En la noche Juanita volvió a casa de Maria Dolores preguntándole a Susana si la niña podía dormir en el Rincón, para ella no quedarse sola. Al parecer, todo el mundo estaba en el velorio. María Dolores escuchó a la sirvienta pero se hizo la sorda, sabía que su mamá se lo consultaría primero. En efecto Susana se dirigió a la niña  y cuando fue preguntarle

―¿Maria... ―; La niña respondió: ― Si ya escuche, no hay ninguna problema. Yo duermo esta noche con usted en el Rincón― y volvió el rostro como si nada hubiese pasado  hacia la televisión.

 

A las nueve y media de la noche María Dolores llegó sola al “Rincón”. No tocó la campana pero tuvo que llamar al timbre porque la puerta estaba trancada con llave. Llevaba amarrada una cola de caballo con una cinta azul y tenia puesto un enorme suéter de algodón, color frambuesa. Juanita le abrió la puerta apurada porque estaba viendo la
novela. La vieja saludó con premura a María D. y después de trancar la puerta con llave, salió corriendo para el cuarto de la Señora Núñez a ver la novela.


María Dolores comenzó su triste despedida. Se acercó lentamente al cuadro del mar. Quería sentirlo por última vez. Así comenzó su recorrido. Sus carreras por la mansión habían terminado. Ya no podía jugar más con Carlitos y tumbar mangos. La campana no sonaría. Todos los espacios se le encogían y estiraban como tirabuzones blancos y negros. No habían colores a su alrededor. Solo sombra. Sombras y frío la acompañaron. En el cuarto donde se escuchaba la  radio, vio una luz que salía de una vitrina. Se acercó tranquilamente. Allí estaba toda la colección de recuerdos de la India. Miles de coróticos, de todos los tamaños, decoraban con gallardía el inmenso escaparate. María Dolores lo abrió y tomo un elefante de marfil en miniatura. La Señora Núñez los coleccionaba porque según ella daban suerte al que los poseyera. Se lo metió en el bolsillo y comenzó a caminar. Las lágrimas le cubrían el rostro descompuesto.

 

María Dolores, muchos años después...
Fotos, libros, recuerdos de María Dolores...