miércoles, 15 de agosto de 2012

EL TESISTA (La muerte del drama de todo menos tesis)


EL TESISTA

(La muerte del drama de todo menos tesis)

  
Marco Antonio, tiritando de frío, se frotaba la barba encanecida, en medio del hedor de sus desagües enfermizos que le auguraban una pronta y atormentada despedida de la vida. El viejo estudiante de metalurgia, como fiera herida, roncaba unos alaridos solitarios y secos, con el único fin de llamar la atención de algún miembro de su familia, para que en medio del silencio ensordecedor de la noche mentolada, le arrimasen el pastillero roído de metal, que repleto de pepitas coloreadas representaban, según él, un alivio a las múltiples laceraciones de sus desgastados riñones.

En la fantasía de las tres y treinta de la mañana y desde hacia ya varios años, las pepitas, de talante multicolor, se convirtieron en la fórmula mental para que el viejo se mantuviese en la vida, a pesar que éstas, no eran más que candorosos caramelos de vainilla, porque ya

nada se puede hacer por su salud, dijo el médico, en tono apesadumbrado, ni siquiera por disminuir sus constantes y crecientes dolores y defecaciones, terminó redoblando el viejo doctor en tono
cálido a sus familiares, que obstinados lo miraban escépticamente.

En ese momento desesperado, mientras el dolor se le derramaba al hombre a través de sus enclenques huesos y con la poca imaginación que los alaridos le permitían conciliar, la puerta verdinegra y ahuecada de su habitación se abrió, de par en par y con elegancia y garbo de protagonista irrumpió, lentamente, la muerte. Ella, desde la altivez de su infinitud abismal, miró al viejo a los ojos desorbitados de dolor y sin más gestos de misericordia que los que su calavera amarillenta y escarpada permitían, resultado del paso inmemorial de los años, lo invitó, con premura, a que por fin el hombre se muriera, aportándole, desde el eco del límite del misterio, un seco: -¡vámonos!, estoy muy apurada-.

El anciano levantó la cabeza y se quedó observando a la muerte de frente, con cara seria y sin intimidarse en lo más mínimo, ni demostrar, un solo síntoma de asombro y respondió tajantemente, que lo disculpara pero que en este momento no puedo acompañarla. Será en otra oportunidad, pues estoy pendiente de concluir un trabajo muy importante para mi futuro.

La muerte, con un golpe seco, echó la cabeza hacia atrás y se despojó de su enorme capucha hechizada y dejándole ver a Marco Antonio, todo el vacío de su rostro, sin perder por un instante su cadavérica sonrisa, le interrogó acerca de los motivos de su rotunda negativa. No sin advertirle, que no me gusta perder el tiempo con mortales, viejos, enfermos y caprichosos. Así que hágame el favor de circular, pues, tengo mucho trabajo y voy retardada. Mire que es noche de brujas y a la gente le encanta morirse por estas fechas.

El añejado personaje desfiguró el rostro, en medio de quejidos adoloridos, explicándole a la muerte que no podía acompañarla por el momento, ya que no he terminado la tesis de grado y por tanto, no me he podido graduar de ingeniero en metalurgia. La muerte giró la cabeza hacia los lados como buscando algo y quedó estupefacta al escuchar las palabras del estudiante. Nunca se había encontrado con semejante situación y mucho menos, de voz de un anciano enclenque y putrefacto, con más historia que futuro.



El estudiante, resueltamente, con rostro de solicitud y en tono delicado le terminó pidiendo a la muerte que le acercara el pastillero, pues, me duele mucho la cadera para agacharme y si no me tomo ahora las medicinas, no podré dormir bien esta noche. He dispuesto el día de mañana para revisar algunos materiales de la tesis y si no lo cumplo, me será imposible comenzar temprano con mis obligaciones académicas. Es que los dolores de cadera me empiezan, generalmente, después de las dos de la tarde, cuando tengo que ir al baño y se me hinchan los pies.

La muerte, clavó la guadaña en el pastillero y lo acercó frente al rostro del viejo, mientras sus ojos vacíos se llenaban de espesura y de un acertijo meridional con estelas de impaciencia. Marco Antonio terminó dándole las gracias, de corazón a la muerte, por la atención de acercarle las pepitas coloreadas y después de engullir como animal, varias de ellas; comenzó, primero con dificultad y después con más soltura, a comentarle a su interlocutora, los motivos que le impedían acompañarla, ya que, si no concluyo mi tesis de grado, no podré obtener, por fin, después de cuarenta años, el grado de profesional universitario.


Aún, la muerte, sin comprender a cabalidad lo difícil y extravagante de la situación, decidió tener algo de paciencia con el maloliente viejo, giró hacia el costado contrario de la cama, ataviada de cobijas rayadas, olorosas a sangre y a pernicioso orín, tomó asiento con cuidado en la orilla del catre, no sin antes apoyar la guadaña, delicadamente, en el copete de la cama, cruzó los huesudos pies de color tierra, derramados debajo del largo batolón, hilado con sangre coagulada. Con palabras serenas, la muerte, le indicó al estudiante que estoy cansada de escuchar, a lo largo de los tiempos infinitos, artos motivos para no llevarme a los mortales, pero te confieso, que es primera vez, que un viejo decrepito como tú, me solicita un armisticio de vida por no haber concluido una tesis de grado. No entiendo porque yo, que soy tan responsable con mis deberes, debo dejar de consumar mis responsabilidades por causa del incumplimiento de las tuyas. La muerte  cruzó los brazos, mientras remató con un celebre: soy toda oídos.

El hombre con gran serenidad y con la complacencia reflejada en el rostro por no sentir las pulsaciones en los riñones, encaramó las piernas del otro lado del catre y quedó acostado, con placidez, frente a su interlocutora. Y mientras, Marco Antonio, comentaba que le agradecía profundamente el favor de haberle alcanzado el pastillero con las pepitas de colores, lo que le había permitido, al menos, por ahora, dejar de sentir pulsaciones y puyadas en los riñones, el viejo, comenzó un rosario de verdaderos motivos que me impidieron, de verdad, verdad, por más esfuerzo que hice terminar con la tesis de grado para lograr graduarme de ingeniero en metalurgia. La muerte sin dejarlo hablar, lo miró riéndose y terminó por preguntarle ¿si es
que la metalurgia es muy difícil para ti, porque no te cambiaste de especialidad y te inscribiste en civil?. La mayoría de los ingenieros que me llevo por estos lados son graduados en eso.
           
Marcos le explicó a la muerte que cuando el inició el estudio de la carrera en metalurgia, fue porque el verdadero campo de trabajo estaba en las calderas. Por eso yo decidí estudiar esa especialidad. Necesitaba ganarme la vida desde muy jovencito. Yo me enamoré adolescente, cuando aún era estudiante, de una vecina hermosa y risueña. A lo cual la muerte, relinchando los dedos fieramente le suplicó que no te pongas romántico y vete al grano, por favor, no soporto a los viejos sentimentales, pobres y cursis.

Luego, el estudiante, percatándose del mal genio de la muerte, después de haberse liberado del azote de los dolores de cadera le explicó que, de éstos amoríos nació una niñay me ví en la  obligación de buscarme un trabajo a tiempo completo. De esta forma, cuando llegaba a la casa, ya era bien entrada la noche y aunque yo deseaba
estudiar, generalmente, me encontraba sumamente cansado para realizar la tesis. Después vinieron dos hijos más, las responsabilidades familiares aumentaron, necesité más dinero, creció la carga de trabajo por lo que descuide, por completo, la elaboración de la tesis. Así transcurrieron diez años, después de haber terminado la escolaridad en la facultad de ingeniería.

La muerte escuchaba aletargada con rostro escéptico. No se le movía ni uno solo de los huesitos del rostro. Todo el discurso del vejestorio hombre le parecía demasiado común y en el fondo, le producía una repugnancia de cotidiana mortalidad. A la muerte siempre la decepcionó la pobreza y Marco Antonio daba muestras de una escasez, infranqueable, a lo largo del relato. Regresé a la Universidad para buscar un tutor e introducir el proyecto de tesis y todas las cosas allí habían cambiado. A lo que la muerte torciendo los huecos de los ojos hacia arriba interrumpió diciendo me lo imaginoLo único que no les cambia a los humanos soy yo, todo lo demás se les releva constantemente, aunque insistan en no
comprender esa máxima tan elemental, terminó murmurando la muerte, entre dientes.



Miles de obstáculos aparecieron. Ya no conocía a nadie en la universidad. Estaba sin amigos, ni relacionados que pudieran tenderme una manita. Me informaron que el pensum de estudios había cambiado y que para graduarme, debía inscribir tres nuevas materias, pues, había quedado sometido a un régimen curricular especial. Transcurrieron tres años hasta lograr la reincorporación como estudiante normal y poco a poco, como pude, cursé las materias que me faltaban. Así paso el tiempo hasta que llegó el divorcio. La muerte estaba casi adormitada ante el relato del viejo estudiante, aprovechando el cuento para descansar. Enderezó la cabeza etéreamente doblada y moviendo los dedos lentamente terminó por increpar un sutil, sigue, sin cursilerías, por favor.

La separación de mi esposa Gladis fue devastadora para mí. Me dedique al trabajo con el mismo entusiasmo que a la bebida. Supongo que fue en ese entonces que se me enfermó el hígado y el baso, replicó el hombre en tono reflexivo, mientras la muerte, con acento bucólico gruñó una, ¡aja!, decepcionado.

Después vino lo peor, rememoró el viejo con excitación, Gladis me quitó los niños y por más de cuatro años no los pude volver a ver. Fue un tiempo terrible donde dejé de creer en la vida, alegó el anciano
apesadumbradamente, mientras la muerte le interrogaba en tono irónico: pero tampoco creías en mi, pues, ni siquiera intentaste un pequeño suicidio, expuso el costal de huesos en aireado acento de romanticismo. No pensaste ni un poquito en mi, terminó concluyendo la muerte incrédulamente.  

No se crea Señora, usted nunca me ha preocupado lo suficiente.  Su llegada es de tal inexorabilidad que tan sólo pensar con la idea de detenerla es símbolo de testarudez infinita. Todos vamos a morir, tarde o temprano. El problema no se limita a la irremediable presencia de la muerte, sino más bien, el drama consiste en la gallardía, la magia y la fortaleza con que se enfrenta la vida. En ese momento la muerte alteró su faz de incomodidad  por lo que estaba escuchando del viejo estudiante y comenzó a considerar, con  seriedad, las palabras del hombre.

Yo sufrí mucho con la separación de mis hijos, la muerte de mi madre y la perdición de mis hermanos. Siempre soñé con una vida feliz y sólo he vivido a cambio angustias y sinsabores. Pero créame, muerte, ¿No se molesta si le digo muerte?, interpeló Marco Antonio
respetuosamente, mientras ella respondió con un flácido ademán de mano y replicó sin tregua, eso soy y termíname de contar tu historia, mira que me hallo muy apurada esta noche,  ya te lo dije Marco Antonio.

El viejo continuó el dialogo entristecido. Luego conseguí el amor y eso me liberó de usted. A lo cual, la muerte gruñó  un te salvo la mujer tuya que por fin pudiste mantener. El viejo continúo como si no hubiese escuchado los comentarios de la muerte. Y en verdad el amor lo había salvado del alcohol pero lo retiró una vez más de la tesis cuando me puse a vivir con Francia no tenia ganas de ir a la universidad. Siempre me gustó compartir con la gorda todas las cosas, la comida, los viajes hasta que nuevamente dio a luz una niña bel...bla, bla, bla. El viejo se percató de los ronquidos sordos de la muerte y permaneció en silencio.

Instantáneamente Roberto abrió la puerta del cuarto de su abuelo y le preguntó ¿cómo te sientes?, ¿ porqué estas descansado con la muerte al lado?, ¿no te dan miedo, tantos huesos sucios cerca de ti.?
La muerte se despertó colérica porque más sucios y cochinos serán los tuyos. Dentro de muy poco, mocoso infeliz, te llevo conmigo. Me tienes cansada y no acepto tus difamaciones. Tres veces te he salvado, pero hasta aquí llegaste cabezón.

El viejo continuó con severidad su relato sobre las dificultades de la tesis mientras Roberto, sin inmutarse ante las amenazas de la muerte, se acercó a la cama y se recostó en la guadaña para poder escuchar a su abuelo de cerca. La muerte, enojada, sacudió la guadaña de luna y empujó al joven, no sin reiterarle que eres un pasado y un abusador. Siempre me han molestado estos prodigios humanos. No me toques la guadaña y párate de ahí.

Entretanto el jovenzuelo la miraba de reojo sin temor ni apuro hasta que le expuso con elegancia por favor no me grites. Desde que nací estoy amenazado con morirme pero a pesar que siempre vienes a buscarme yo termino salvándome. Ya no me reconoces, soy amigo tuyo, últimamente, en mis gravedades te has dedicado a jugar conmigo. Soy yo, tu amigo Roberto.

La muerte enfocó bien los huecos de su rostro y metiendo la mano en el bolsillo de su batolón, extrajo unos pequeños espejuelos, los limpió lentamente y se los colocó sobre el rostro. Después se volteo hacia el muchacho y se le quedo mirando con precisión. La muerte pegó un grito de alegría manifestando un vente para acá amiguito, tenía tiempo que no te veía.  La última vez fue cuando te dio la meningitis y jugamos en el jardín del hospital. Pero si eres tu Robertico. Ven y dame un beso.

El mozo se incorporó lentamente, abrazó a la muerte, le dio un beso en el rostro y se la quedo mirando de cerca, al tiempo que terminó susurrando en verdad como que ya estas vieja. ¿No me reconoces?. Ten cuidado, por que así vas y te llevas a cualquiera, aunque no le toque. Déjate esos espejuelos puestos cosa que no te vayas a equivocar de muerto.

Ella se reía a mandíbula batiente mientras jugaba a darle golpecitos en la barriga del joven y él trataba de esquivarla como en los buenos tiempos verdad mi amor, pregonaba la muerte fascinada con el encuentro. Pero ahora dime  que tienes que ver tú con este viejo rancio, patético y moralista,  replicó en voz baja la muerte en el oído de Robertico.

Amiguita es mi abuelo. Marco Antonio es mi abuelito, no te lo vayas a llevar a él. Sácate a cualquier otro de aquí pero el es muy bueno conmigo, sobre todo cuando me enfermo. Él, es el único que me
conciente, pero además es un señor muy estudioso. Siempre vive buscando papeles y libros. Chica.
 ¿ Por qué no lo ayudas, así como hiciste conmigo?.

Marco Antonio estaba mudo de la impresión al ver la camaradería con que la muerte y el más pequeño de sus nietos se trataban. ¿Y porque tu nunca nos dijiste que veías a la muerte?; eres un desconsiderado Robertico, replicó el viejo.

No se trata de eso, sino que yo hice un pacto con ella y lo cumplí. La veía, pero no decía nada, ese era el acuerdo. Respondió el joven tristemente. Por que él, sí que es un joven con voluntad y libertad que cumple lo que se propone. Sabe cumplir ordenes, particularmente, las propias. Eso es libertad, poder cumplir las ordenes que uno mismo se da. No como tú, que eres un moralista sin palabra. Nunca has podido cumplir la orden de terminar la tesis. Eres un viejo sin voluntad. ¡Un esclavo!. Remató la muerte rabiosamente.

Robertico arrimó de un ladito a la muerte y se sentó al lado de ella y lentamente se le acercó al oído, para que sepas que el es muy sentimental y a todos nos ha ayudado y ha trabajado mucho toda su vida. Pero el solito para todo. Hay cosas que no se puede lograr solo, como la bendita tesis, de la cual se queja todos los días. El viejo esta frustrado por su falta de voluntad y tú, encima, en ves de llevártelo, te sientas a meterle el dedo en la llaga y escucharle sus delirios de tesista frustrado. Es que tú no eres fácil.

La muerte enternecida por las palabras del joven Roberto le respondió susurrante ¿Tú lo quieres verdad?, y él, mirándola a los ojos, sin parpadear, remató: mucho, lo quiero mucho y yo creo que en esta casa, ese viejo es el único que me quiere a mí.

La telúrica sombra miró el reloj de pared, se incorporó de la cama donde Marco Antonio yacía medio adormitado y con la guadaña tocándole la barriga al viejo le expreso desde mañana temprano te pones a rematar esa tesis. Tienes fecha tope de entrega para dentro de un mes. Robertico te ayudará. Si usted tiene su trabajo yo tengo el mío y lo voy a cumplir de cualquier manera. No soy una esclava que
no cumple las órdenes que se da. Por mi voluntad estoy donde estoy, desde hace mucho tiempo, mucho. Increpó la muerte elevando la cabeza en forma altiva. Buena suerte Don Marco Antonio.  Nos vemos en el grado. Lo voy a estar esperando. ¡Júrelo!.

El muchacho con su pijama de dormir rayado se incorporó de inmediato abrazándose de la muerte, le dio un beso en la áspera calavera reiterándole no te quites más los lentes, mira que puedes causar problemas y a ti no te gustan las equivocaciones. Eso fue lo que me dijiste la ultima, vez.

La muerte arremolinó los vientos y salió por la ventana como ráfaga de luz porque esa era una  de las formas de agradar al joven. Siempre me ha gustado su espectacularidad y su estilo teatral, es toda una artista esta muerte mía, alegó Roberto.

Al día siguiente Marco Antonio gozaba de excelente salud, reorganizó los libros y escritos mientras Robertico ultimó los detalles burocráticos en la Universidad. El viejo estudiante comenzó la escritura acerca de la investigación metalúrgica que desde hacia largos años estaba realizada. Muchos datos y técnicas desconocidas había logrado precisar el calderero a lo largo de sus años como supervisor del ministerio. Marco Antonio era un ingeniero metalúrgico empírico. Su saber se lo arrancó al hacer y a la práctica que adquirió a lo largo de sus años de trabajo como inspector de calderas del ministerio. Porque el viejo calderero era un fanático del aprendizaje y
de la creación. Le gustaban los inventos, las innovaciones y disfrutaba mucho con los datos y la construcción de hipótesis. Para él todo era un juego de niños. Pero Marco Antonio nunca soportó la presión de la supervisión. Odiaba ser fiscalizado. Las evaluaciones siempre le causaron profunda preocupación. Por eso, a pesar de su buen trabajo y de sus muchos conocimientos nunca pudo ascender en la jerarquía  ministerial. Los cargos que desempeñó fueron de pobre categoría.

Cuando sea ingeniero voy a solicitar una reclasificación en el cargo y cuando me aumenten el sueldo me voy a ir de vacaciones con la gorda Francia y con mis muchachos, rumió siempre el viejo soñador. Pero además, era alérgico al método. A pesar del tipo de trabajo que desempeñó a lo largo de su vida, el hombre era distraído y desordenado, a tal punto, que vendió su carro pues nunca se acordaba donde lo había aparcado. Marco Antonio, en ese estado de caos sabía de sus limitaciones para presentar la tesis, afrontar una defensa, ostentar un titulo profesional, asumir nuevas y mayores responsabilidades laborales, responder por la buena marcha de las calderas del ministerio, salvaguardar el vapor y asegurar la vida de los seres humanos que trabajarían con las máquinas tubulares. En el fondo de todo lo que Marco Antonio sentía era miedo. Miedo de hacer, tener, crecer, asumir y ser. Miedo a la vida.

Mientras tanto, Robertico pedía explicaciones y relatos sobre la tesis del abuelo, que embelesado le narraba sus ideas. De esta forma dialogante se fue escribiendo la tesis de Marco Antonio, a través de las conversaciones entre el viejo y su nieto. Porque en la sintomatología miedosa del rancio estudiante, nunca le gustó estar solo. Era el perfecto hombre de equipo, pero no por camaradería, sino
por falta de alternativa. Marco Antonio jamás brilló con luz propia, sino con los destellitos pobres que le sobraban o pudo robarle a sus semejantes. 

De vez en vez, la muerte se asomaba en el cuarto a ver como se iba elaborando el trabajo, pero solo el nieto se daba cuenta de esas visitas. En las noches Marco Antonio se dedicaba a revisar los escritos y los argumentos expuestos y de esta forman surgían nuevas ideas y correcciones que se realizaban al día siguiente. Cuando la tesis estaba completamente escrita Robertico le pidió una revisión a su tío Carlos, un profesor de la universidad que se dedicaba a la revisión  de las tesis.

Las ideas están muy bien,  concluyó el doctor, pero el documento no presenta el orden, ni la forma de escritura que exige una tesis correcta. Estos documentos se perfilan con esquemas rigurosos de presentación, un diseño previó, un lenguaje científico, sobre todo para este tema de las calderas  y un análisis de datos coherente que desemboque en algunas conclusiones que permitan resolver el problema inicial, remató el profesor mirando por encima de los lentes
la cara interrogada del estudiante. El nieto se sentó al lado del viejo y comenzó a tomar nota de las correcciones  del trabajo no sin antes solicitarle que sea lento por favor, por que yo, no entiendo mucho y éste cuando lo corrigen se queda sordo. Es como un niñito que solo está dispuesto a escuchar lo que quiere y lo que le conviene. Es un abuelo caprichoso.

A la semana siguiente Marco Antonio mandó a su nieto a buscar una botella de vino para celebrara la finalización de la tesis. Tiempo después y a pesar de los quebrantos de salud que comenzaron a hacer mella en el cuerpo del viejo calderero defendió el trabajo de grado en la facultad y el bachiller Marco Antonio se hizo acreedor del título de Ingeniero en Metalurgia. Tres meses después el hombre ataviado con toga y birrete negro, subió lentamente las escaleras del
auditorio, recibió el diploma de la mano del rector y regresó hasta su asiento. Al volver, divisó a la muerte sentada entre los asistentes, aplaudiendo con la mano y la hoja de la guadaña el grado de Marco Antonio que además, resultó la atracción de la ceremonia por su constancia en la obtención del titulo. El viejo levantó el diploma y saludó a la muerte mientras ésta daba golpes frenéticos y hacia ovaciones escandalosas abrazándose a Robertico que brincaba loco de felicidad entre la multitud  delirante.

Lentamente Marco Antonio tomó asiento entre los graduandos y a pesar del regocijo por el grado se sentía desfallecer. Todo el cuerpo le dolía al unísono, como si un camión lo oprimiera. Pidió agua a la gente de protocolo y cuando finalizó el acto lo llevaron de emergencia  al
hospital. Allí cayó en coma y estuvo sin sentido por varios días. Luego despertó y fue trasladado a su casa. Su cuarto había sido pintado de color rosado, cambiadas las cortinas y el mobiliario. Le dijeron que todo fue para que te sientas mejor. Tu cama era muy vieja y sucia. Pero la verdad fue que doña Francia alegó ese viejo ya no vuelve. Arreglen el cuarto para la tía Francisca, que a veces no tiene donde quedarse cuando llega a Caracas.

Marco Antonio entró despacio en su nueva habitación y tomó asiento en un pequeño escritorio cerca de la ventana, llamó a Robertico que aún peleaba con la vieja Francia por lo del cuarto del abuelo y ordenó sus escritos. El viejo le explicó al muchacho que durante el coma, pude estructurar un manual para caldereros. Se trata de un pequeño escrito que serviría a las nuevas generaciones para el manejo de las máquinas de vapor. 


La muerte se asomó a la estancia y los vio muy entretenidos con el nuevo proyecto. El Manual se convertiría en una ayuda a la humanidad por parte del viejo y en una nueva enseñanza para Roberto. Se veían felices y entusiasmados con lo que estaban tramando. El joven sintió a su amiga la muerte y se la quedó mirando fijamente mientras ella, como siempre, a través de gestos le solicitó que se mantuviera en silencio. Tu abuelo ya no es esclavo, replicó, sigan bien; y sin más palabras la muerte dio la vuelta como un remolino y se marchó.


















El rosal Franciscano de Argelina Vicenta #Relato #CuentoCorto #VidaDeFamilia #LosHerrera #IslasCanarias #Venezuela #Literatura


El  rosal  Franciscano  de Argelina Vicenta

Dedicado a San Francisco de Asís,
A la tía Argelia Herrera,
A todos los ecologistas que trabajan en beneficio de la vida,
Y al ocurrente y enigmático Jaime Mas,
Por su erudita elocuencia

Jaime Mas, El Elocuente
Cuando el santo perplejizó su intuición ante el aroma intenso y colorido de las rosas de Asís, en la última primavera de su vida, creció su admiración y regocijo por la bella naturaleza. Al fraile se le reveló en los ojos la perfección esencial de todas las cosas existentes por la obra de Dios, tan sólo al detenerse y orar junto a la frescura bailarina de las flores. Era una mañana destellante, colmada con divinos perfumes y electrizantes brillos coloridos.

Francisco fue bendecido por lo sagrado desde su más tierna juventud. Llevaba marcado los estigmas divinos y sentía un fino deleite por la música alegre y el buen
mazapán. Cargó la cruz del perdón en aras del amor universal en un tiempo donde la avaricia y el egoísmo tomaron la casa de Dios. Su infinita elocuencia le permitió acoplarse, mansamente, con todas y cada una de las partes de la naturaleza. Ese día, como de costumbre, dialogó largamente con sus hermanas las rosas. Para él, todos los seres existentes sobre la faz de la tierra eran hechura del creador y eran portadores de los destellos divinos. Todo lo vivo se hermanaba gracias al amor a Dios.

_ ¿Cómo amanecieron mis hermanas rosas?; parece que están más esplendorosas que nunca_; roció el cura entre dientes, en voz bajita y con buen latín, mientras ellas, tímidas y agradecidas por los elogios del bienaventurado, se regocijaron de alegría.

Mostrabase una mañana clara, cuando las frondosas rosas de Asís matizaron la temporada del amor, más coquetas y esponjadas que de costumbre, ofreciéndole al fraile de la hermandad un diminuto regalo de amor. Él, se las quedó mirando con la fijeza
del artista a su obra, encontrando en los bordes ondulados de los pétalos y en la frescura de cada tiño tornasolado, el colorido estético del buen arte. Y mientras el hombre santo se llenó de nuevas videncias, ocurrió que las rosas comenzaron el murmullo de sus planes futuros, pues desde hacia tiempo atrás, ellas bien conocían el comportamiento inesperado del venerable bailarín de Asís.

El fraile acogido en su sotana roída color madero y con los pies descalzos sobre la tierra fresca, agudizó la mirada centinela sobre la palidez desnuda de una rosa reina y desde allí, percibió el desasosiego futuro de Argelina Vicenta y se preocupó de antemano, por el paradero de Hilda, la hija menor de la española que alguna vez existirían en los designios del calendario futuro de Dios.

De pronto y como tornado, asediada por el tiempo y con la necesidad de presentar el almuerzo a la hora correcta, embistió azarosamente, por la puerta  principal, la señora Argelina Vicenta. Era la española dueña de la lonchería de la esquina. La enérgica
mujer, ataviada con su delantal amarillo, bordado con grandes girasoles y pajaritos voladores, moviéndose al compás de sus pasos de jardinera, llevaba enroscada una pañoleta de seda que ocultaba los grandes rollos que atornillaban sus lacios cabellos cobrizos.

Con la naturalidad del que está acostumbrado a la brega diaria, tomó la manguera verdolaga, que desordenada naufragaba en el centro de su patio y comenzó el riego matutino. Entre tanto, sus hijos mantuvieron la tensión del partido de béisbol en las afueras de casa. Las duchas del jardín mitigaron longevamente el calor metálico en la mañana guaireña.

El puerto de la Guiara era entonces, un lugar que combinaba grandes y ricos cargamentos de mercancías, tropeles de polizontes y picaros desterrados en tránsito internacional, trabajadores a
Puerto de la Guaira 1940. Venezuela
destajo, combinado con humildes hogares que se adormecían bajo e mismo sol marino. Las palmeras, el agua de coco y los bramidos de los chóferes vociferantes hacían de la entrada de su casa un lugar inhóspito y mundano a la vez.

Ella prefería arriesgarse a contar con algunas hojitas amarillentas en el follaje de su diminuto vergel, por regar a la hora en que el sol se descolgaba con mayor arrojo en el horizonte, que permitir la muerte de sus plantas. Para Argelina Vicenta las flores eran su máxima locura y predilección. Entre sus formas y aromas encontraba un placer sin igual, la alegría de vivir, el descanso de sus angustias y la exhumación de
sus problemas en su modesta vida. A medida que humedecía sus plantas de rosas, las calas peregrinas y las violetas del jardín, le recordaron su niñez en la rivera de los Aceviños. Aquel pequeño poblado estaba en la urbe de la comarca del Cedro, donde el gofio fino, grisáceo y oloroso, era diariamente molido por los pobladores de la zona.

A través de la salpicadura de sus matas ella conmemoraba, entre savia y el verdor de los helechos, sus caminatas por la vieja España. Recordaba sus andanzas por entre manojos de berros olorosos y
esmeraldinos, riachuelos aventureros atravesados por ovejas, vacas y  cochinos  que en la rivera solariega, hacían fiesta todos los días.

Recordaba el momento en que ella subía la cuesta, empinada y pedregosa, hasta llegar a la fuente verdinegra del fondo del pueblo, adornada con grandes hortensias nazarenas y cantaros de barro enrojecido, matizados por un musgo fino y bien oliente. Argelina se acostumbró, desde su niñez, al trabajo franco y a la vida del campo, en la que la naturaleza hace buenos regalos para aquellos que realizan un esfuerzo en el cultivo y la cría. Nunca regresó con las manos vacías a la casa de sus abuelos donde pasó su infancia hasta su adolescencia.

Hermigua era entonces un pueblito de agricultores y labriegos donde la vida transcurría lerdamente con los embates de las estaciones climáticas. Las castañas, el queso, el pescado ahumado, las papas arrugadas y los
Hermigua, La Gomera, Islas Canarias
higos picos, acompañados por atoles de fresco gofio, persiguieron su recuerdo hasta el exótico Caribe.

Cantando risueñamente en el trabajo, la vida se abría en un solo compás a través de los recuerdos de su lejana Canarias. La melancolía por España reencarnaban imágenes del pasado, todas frescas y reverberantes en cada labor casera del nuevo mundo. El pueblo donde transcurrió su niñez tomaba fuerza en sus remembranzas cálidas cuando se disponía a realizar los baldeos en su jardín.

- Cuidado me rompan las matas, porque los zurro -,  vociferó energúmenamente Argelina al momento que los jugadores trepidantes emprendían la huida desesperada hacia las afueras del patio de la casa para
recuperar la acidez del buen partido. Manolito, el mayor de sus hijos mandaba en el bate, mientras Pepucho e Isrrael  formaron parte del escuadrón contrario.

Inquieta y velozmente extendió la manguera, desatornilló la llave oxidada e inició baldeo. Luego con ojos inquietos buscó el rosal imperial que desde la noche anterior le auguraba el esplendido regalo con una magnifica flor rosada. Sería, probablemente un rosetón grande, nacarado y perfecto que amanecería con el nuevo día. Sin escrutarlo en el lugar de costumbre donde había dormido la noche anterior comenzó la búsqueda.
Escruto desesperadamente con la precisión de un felino hambriento todos los rincones del jardín. Fue entonces cuando Hilda, su hija menor, saltó de dolor por primera vez y sintió un amargo velo de la angustia que se inyecto en su diminuto cuerpo, al momento en que su madre se percató de la ausencia de la planta.

Sin rastro de la rosa, la maceta, la tierra abonada, el soporte de metal y el platón de cerámica, Argelina se encendió en colérico llanto. Todo cuanto compró con gran esfuerzo para mantener la humedad de la planta durante el mediodía, cuando el calor de la costa marina arreciaba con más fiereza; todo aquello que con delicada precisión había sembrado en la ribera de
su rosal especial, -como ella mismo lo bautizó-,
desapareció de repente y sin explicación alguna en una sola noche. El colorido y la belleza vibrante de su pequeña plantación se esfumaron, inexplicablemente, del huerto floreado de Argelina Vicenta.

Francisco, sin precisar rigurosamente el lugar, presagió la angustia honda de Doña Argelina Vicenta y de su pequeña hija, ante la pérdida del rosal de Asís.

Entonces él, transfigurado en su santidad, cerró los ojos con recogimiento e inició sus plegarias, descorriendo todo velo del misterio en la vida humana, a través del inabarcable calendario del porvenir.

Fue entonces cuando sin más aliento Argelina Vicenta comenzó a gritar con furia, tenía las manos asidas sobre la cabeza, mientras se agachaba por entre los chaguaramos y los mangos del patio buscando la maceta rojiza portadora de su rosal.
_ Esa mata no tiene espinas_, roncó en voz bajita en medio de un fuerte ataque de nervios mientras las lágrimas le rociaron el rostro descompuesto.
_ Ese rosal fue lo único valioso que me traje de España y cuanto, si lo sabré yo, me costó que sobreviviera al calor y los bamboleos del bendito barco_, susurró adolorida mientras examinó la ausencia de su planta por todos los recovecos.

Luego, batió la puerta y revisó meticulosamente hasta lo profundo de la casa. Se asomó bajo las camas y escudriñó la despensa. Frenética de dolor, tomó la vieja escalera de madera y subió a la azotea para explorar el paradero de su rosal. Divisó el resto de los
jardines aledaños, estudio el mapa vegetal de todas las cosas como un general a punto de iniciar la guerra. Pero todos sus esfuerzos fueron inútiles en su encuentro desesperado pues la maceta con su rosal no lo encontró por ninguna parte.

Fue tal el escándalo que Argelina Vicenta formó en su jardín que logró disolver el partido de béisbol de sus hijos. Los niños asustados terminaron por acercarse presurosamente hasta los barrotes del patio para así poder conocer los motivos del sufrimiento de su madre. Al mismo tiempo, los transeúntes y los muchos visitantes aledaños, curiosos como impone la casta criolla, se interesaron por la gritería delirante de la española en la búsqueda de su nacarado rosal.

Cuando Argelina se percató de la ausencia definitiva del rosal, se sentó adolorida en una banquillo de madera que usaba para sembrara matas nuevas y comenzó un llanto largo, hondo y desconsolado. Manolo y Pepucho saltaron la reja para acariciar el rostro de su madre, mientras Israel entristecido
comenzó un gimoteo pueril apoyado en las afueras de la verja. Ninguno de sus tres hijos podía dar consuelo al dolor de su madre por la pérdida del rosal sin espinas. Para ese tiempo, Hilda, inyectada con un sufrimiento profundo desconocía la verdad de todos sus males.

El fraile levantó la vista hacia el cielo y vio como un relámpago veloz cruzó las alturas refrescadas, al tiempo que una lluvia suave le roció el rostro. Él, abrió
la boca para sentir el agua clara en su garganta y repasó suavemente la tersura de las flores acariciando los rosales con la mano. Después, con el rostro humedecido de suave rocío, inició su tránsito heráldico hacia lo profundo de los rosales más lejanos.

De la nada, Argelina Vicenta escuchó una voz grave que acérrimamente atravesó el portal principal de su pequeña casucha. El sol cortaba la piel y el aire salado de orilla de playa se colaba por entre las hojas de los cocoteros en la calle principal. La línea de taxi asentada frente al portal de su casa vociferaba rutas varias y auguraba cualquier nueva travesía.

_ Si quiere recuperar su mata de rosal acérquese a la verja y le cuento lo que sé_, escuchó la mujer entre lágrimas y consolaciones pueriles de sus hijos.
 _ ¿Quién es, quién está ahí?_, inquirió la Vicenta entre jadeos socarrones desembarazándose de las manitas entierradas de sus hijos que se esforzaban por darle consuelo.

Argelina se incorporó como un resorte  asombrándose al descubrir la altura monumental del hombre que, vestido de negro, se erigía en el portal de su casa. Llevaba puesto un bonete negro de luna nueva y sosteniendo un cigarro encendido en la mitad de la boca. El humo le cubría el rostro y los ojos dándole un aura de fantasma. Se trataba de un
hombre blanco, con barba en forma de candado y grandes ojos tan profundos como acaramelados que le infundieron a la mujer un miedo gélido. Él, clavó sus pupilas sobre la sorprendida mujer y le replicó lanzando una bocanada grisácea:

_ Fue el señor Chocho_; y torció la cabeza hacia el cielo.
_Fue el alemán de la línea la persona que le robo el rosal, Señora mía. El hombre le tenía el ojo puesto a la planta desde hace mucho tiempo. Hace días me relató, parado allí al lado del anuncio de caramelos, que se
trataba de un rosal muy, pero muy especial. Dijo que la consideraba un gran amuleto porque traía suerte a la persona que la poseyera _;
Luego con una sonrisa burlona entre dientes remató:
_ No me pregunte más que hasta allí le puedo contar_, y concluyó manteniendo la vista en el horizonte y jadeando una nueva humareda blanquecina por la boca y la nariz.

Argelina Vicenta con el rostro enardecido por la ira con la rugió
_ Susana acércate para que cuides con los niños _,  al momento que se arrancó el pañuelo y los rollos de la cabeza de un solo tirón. Luego, se sacudió la cabellera, le entregó los atavíos del pelo a su hermana menor recién y concluyó con un enfático;
_ Regreso pronto. Voy a resolver un problemita_ y miró a los ojos melaos e inocentes de la pequeña Susana ordenándole;
_ Sírveles la comida a los muchachos y acuéstalos a dormir. Ah, y por cierto, que no salga nadie de la casa
hasta que yo no regrese de la diligencia _.
La rubia, sin intercambiar palabra, se adueñó del pañuelo y de los atavíos de peluquería de su hermana mayor, recogió a los niños llevándolos a lo profundo de la casa y cerró la puerta sin mediar ni una palabra más.

Argelina Vicenta viró sus ojos hacia el hombre que escéptico mantenía la mirada más allá del sol inquiriéndole
_ Hágame una carrerita hasta la casa del alemán que yo le pago el servicio, por favor señor_.

El interlocutor taciturno terminó de sorber lerdamente una última bocanada del cigarro. Luego, miró por encima de sus lentes oscuros, los ojos dorados de leona de la Argelina Vicenta que bajo el fuego del sol y
entre la indignación del robo brillaban con más intensidad que de costumbre y le replicó:
_ Móntese en el carro señora que yo la llevo hasta el sitio. Mi auto es el de color azul _.

Durante el recorrido la sangre de Argelina Vicenta bullía aceleradamente, tan fuerte que sintió un leve desfallecimiento. Paralelamente, Hilda, amparada en el vientre hinchado de su madre se estremeció en silencio, flotando entre la placenta y la sangre. Pero como fue su costumbre a lo largo de su existencia, Hilda de la Coromoto, resguardada dentro de las entrañas de Argelina Vicenta le proporcionaba ánimos para terminar con el rescate del rosal.

Llegaron rápidamente hasta las puertas de una ranchería maloliente y pintorreteada de añil. Valientemente, la mujer descendió resuelta exponiéndole al chofer un;
_ Espéreme aquí que ya regreso, es solo un momentico por favor_.
Entonces se arremangó la falda y se apretó bien el guardapolvo a la empinada barriga mirando como gallo de pelea. Corrió hasta lo profundo de las casitas
deformes y divagó por entre mirones y chismosos acuñadas en las esquinas. Preguntó a varias personas por el paradero del taxista ladrón de rosales hasta que llegó a un grupito de borrachos con ánimos de desalmados que con cierto escepticismo, se deleitaron mirándola.

Francisco experimentó el placer de lo bello y perfecto al observar los imponentes rosales de Asís, florecidos a esa hora escaldada de la primavera. El corazón de Argelina Vicenta se agitó por la desesperación de encontrar al ladrón y fue entonces cuando miró hacia lo profundo de un viejo corredor. Allí, en el fondo y entre la sombra de unos cachivaches viejos yacía triste y escondida su maceta. A pesar del movimiento se mostró erguida con la magnanimidad de la rosa abierta.

Francisco, extasiado con la hermosura de las flores multicolores y con el alma henchida de felicidad por el privilegio de sentir la obra perfecta de Dios, impulsó su cuerpo, lo elevó por encima de los grandes rosales
y se abalanzó sobre todas ellas para sentir en carne propia la esencia de lo bello a través de todos los poros de su cuerpo.

Los rosales, sabiendo la nobleza del sacerdote de Asís, fruncieron todas sus hirientes espinas y no dañar el cuerpo del hombre justo. Y fue en el instante en el que Argelina Vicenta cargó su tiesto, se lo incrustó trabajosamente debajo de su gran barriga donde descansaba Hilda y con valentía caminó de regreso por el medio de la rancia muchedumbre hasta la puerta del taxi. Se incorporó en el asiento de atrás del carro que se alejó presurosamente destilando colorido y buen aroma por la rosa descolgada que se asomaba a través de la ventana trasera como despidiéndose de la muchedumbre impresionada. Francisco quedó relajado en medio del aroma de las hojitas y la suavidad de los pétalos de rosas.

_ Es una rosal franciscano señora el que carga usted en la vasija_; replicó estoico el chofer, mirando el rostro feliz de Argelina a través del retrovisor del automóvil. Ella inquieta interrogó,
_ ¿Un rosal franciscano?, ¿Qué cuento es ese?…, no sé qué me dice?_, repuso la abultada mujer. Lentamente y durante el trayecto de vuelta el chofer explicó el nacimiento del rosal sin espinas de Asís rememoró la vida San Francisco. En ese instante, un fraile tan grande como un árbol tomó por los  por los hombros al cura, lo ayudó a enderezarse y desembrazarse de la magia de los rosales, suaves y sin espinas.

Francisco, el santo, agradeció al fraile su caridad por ayudarlo a levantarse, al tiempo que Argelina Vicenta meditabunda y feliz por el rescate de su planta,
preguntó el nombre de su chofer, no sin antes agradecerle la ayuda recibida con el corazón en la mano.
_ Jaime, me Llamo Jaime y estoy a su servicio señora Argelina_.

En ese momento, Francisco regresó por entre los caminos de musgos. Le colocó la mano fraterna sobre el hombro al otro hombre diciéndole un misericordioso,
_ Gracias hermano Jaime por la ayuda, que Dios lo bendiga_.

De regreso a la iglesia, las rosas milagrosas también agradecieron a Jaime la ayuda recibida. Y durante la travesía de regreso a la iglesia comenzaron a aflorara miles de botones multicolores de las cuales como
música celeste emergieron grandes  cantidades rosas que acompañaron la marcha amorosa de los dos hombres santos.

Muchos años después, cuando Argelina Vicenta se convirtió en una anciana enjuta, aterrorizada con el rugir de todos sus fantasmas invitándola a la muerte, la asolaba el mismo pánico de antaño.

A media noche, sin bata, ni un buen abrigo que le cubriese el cuerpo enclenque se arrastraba sola, en su desleído pijama, asida a las paredes rocosas de su casa para no desmoronarse. Argelina Vicenta, la
bisabuela, repelida por las tinieblas llegaba ciega al jardín. Perdida allí, en medio de la noche honda se mantenía jadeando de sobrecogimiento y únicamente con el tacto intentaba reconocer, postrada sobre la tierra húmeda, su añeja planta incondicional que fielmente la acompañó a través de los años, en toda su larga vida.

A la vera del olor de los grandes rosales, que ahora se hallaban hundido en las tinieblas para ella, reencarnó el mismo sofoco atormentado de otros tiempos y el mismo terror infantil, al recordar los demoníacos búhos carniceros. Solamente la tufarada almizclada de las rosas sin espinas de Asís y la suave mano amiga de San francisco rozándole la sien, lograban devolverle el último ánimo de vida.

Pero una noche lúgubre, Jaime el chófer de antaño  que la ayudó a rescatar su rosal franciscano, la visitó implacable y la condujo segura por los derroteros de la muerte. Ella caminó tras él cargando el tiesto del rosal milagroso con las dos manos.

En la mañana siguiente Hilda se asomó al balcón de su casa para contemplar el amanecer, pero sólo alcanzó a ver a su madre tendida en el suelo. Se hallaba postrada en medio de palos y hojas secas,
amarillentas. Todo el jardín de Argelina Vicenta, en una sola noche, se convirtió en maleza reseca y amorfa. Entonces, regreso a la profundo de su habitación, tomó un baño y se vistió de negro como una viuda.

Muchas horas después, durante el entierro de la anciana, su pequeña bisnieta, Susana Argelina, llegó
cantando al fondo del solar. Sacudió un pote grande de arcilla morada y plantó un retoño del rosal franciscano que yacía enterrado en una bolsa negra. San Francisco y Jaime la ayudaron en silencio.
Fin


La Espectacular Argelia Herrera, fanática de su rosal Franciscano