jueves, 25 de septiembre de 2014

LAS TRAPISONDAS DE LA MUERTE Y SU ENAMORADO CONTADOR Una historia de la vida de personas infames en revolución y los Orishas Yorubas

LAS TRAPISONDAS DE LA MUERTE Y SU ENAMORADO CONTADOR

Una historia de la vida de personas infames en revolución y los Orishas Yorubas

Esta historia continuará ... Jueves 2/10/2014

Dedicada a las ánimas de Guasare, QPD

I.  ANGUSTIA AHUMADA

El contador, aún sin haberlo concientizado plenamente, había decidido suicidarse. Su cuerpo sudoroso se deshacía sentado en las
sillas medio destartaladas de la secretaría de la dirección. El lerdo transcurrir del tiempo y el papeleo sucio que se derramaba a través de los metálicos archivos  acrecentaban su angustia. Era como si una daga invisible de hierro sólido se le clavara, lentamente, en el estómago.

En ese momento, el negro Urulo, el asistente de la dirección de administración, abrió la puerta de su oficina para que entrase aire fresco, al tiempo que una bocanada de humo negruzco, con cara de diablo, se escapó danzante por la puerta de su minúscula oficina de ayudante e invadió, sin más, ni más todos los espacios blanquecinos de la receptoría ministerial. La secretaria  de la Dirección; Doña Arminda; miró de reojo al portero que medio adormitado por la resaca de la noche anterior, luchaba con sus
parpados vencidos por el sueño y con la melancolía de siempre se dirigió a Jorge Luis murmurándole:

-Válgame Dios, últimamente esta  oficina ya no parece la administración del ministerio, sino un nido de brujos locos -.

Repentinamente,  como salida de la nada, la vieja Nancy entró al recinto esparciendo con una mano un líquido desinfectante con olor a lavanda, mientras trataba, con la otra mano, de estregar las gotas que se desparramaban alegres y desordenadas por las demás paredes y escritorios, mientras en voz muy bajita mascullaba una plegaria campesina.

Urulo era un hombre de escasa estatura y rostro agorilado. Sentenciado a una cabeza puntiaguda que mantenía incrustada en
un gorrito nigeriano multicolor, ostentaba en su pecho  múltiples collares tornasolados rebosados a través de una camisa mantecada que siempre llevaba semi-abierta.

- El loco lo que quiere es que le vean el montón de collares de santería que tiene, pero le digo algo señora Arminda, según yo sé, los collares de los Santos son tan sagrados que no pueden estar a la vista de los mortales, por eso insisto, ese negro retrechero lo que es un gran adulador y exhibicionista con eso de la Santería y la brujería, pero más na…, ja, ja…Si se mete conmigo le voy ha enseñar quien es bruja de verdad, ja, ja…-; repostaba la vieja Nancy en alguna pasada tarde bucólica de diálogos ministeriales.

Inmediatamente, desde lo profundo de los dominios de su olorosa oficina latió un lento y amenazante: - Armindaaaaaa-. Pero Nancy le replicó sin vacilaciones: 

- No crea que tenemos que soportar la hediondez de su tabaco a toda hora. Arminda tienen razón, las oficinas del gobierno no son para hacer brujería, sino para apoyar al pueblo, ¿no es así? -; remató estridente la limpiadora mientras detallaba altivamente al hombre, de arriba abajo, cuando éste se plantó en el centro de la
puerta de su oficina como gallo de pelea.

Arminda regresó con testarudez su rostro hacia el trabajo amontonado sobre su escritorio y acostumbrada desde antaño a presenciar los espectáculos de las peleas laborales de los funcionarios de cada estación, sabiendo desempeñar varias actividades al mismo tiempo y sin retirarle la vista de encima a Jorge Luís, apuntó con su faz de corcho:

-¿Se siente mal licenciado, quiere una aspirina para los dolores- mientras hacia notas en un libro grisáceo y aceitoso de entrada de documentos.

El contador, desconsolado, con la vista perdida en el vacío, sacudió la cabeza de un lado a otro en negativa señal, sin pronunciar palabra. Meditaba acerca de las injusticias de su vida. Pensaba en su hija María Eugenia y en su frustrado viaje a Europa; en Cecilia, su mujer, tan abnegada en las tareas del  hogar y en su carrera truncada de funcionario. Una desesperanza honda aguijoneaba su
sensible corazón, aderezada con sonoros chillidos telefónicos. Allá afuera, en medio del ronco rugir de la agitada ciudad, la tarde se desasía por entre los vitrales mugrientos de pastoso hollín, y los transeúntes se movilizaban caóticamente en una danza neurótica, parecida a las que perpetraban las hormigas locas de la plaza principal del centro.

La secretaria Arminda, con su voz de ébano y su cotidiana parsimonia gubernamental, bien aprendida a lo largo de treinta años de servicio ininterrumpido, mantuvo su paso señorial de trabajadora, acompasada del concierto esquizofrénico de los teléfonos, mientras la aseadora y Urulo realizaban su propia cruzada.

- Esa fumadera de tabaco no está permitida en las oficinas del gobierno, porque está contaminando el ambiente. Hay una resolución, y se la voy a buscar, para que la lea y se la aprenda, pues nos tiene asfixiados a todos los que trabajamos aquí. Lo que hace es ensuciar todo el ambiente.  ¿Cómo se ve que usted no es el que limpia? -, remató la mujer indignada.

- O se calla o la mando a despedir inmediatamente de aquí, sirvienta engreída. Mire que sí le fumo un tabaco al revés y se lo
conjuro con el espíritu del eterno despido, mañana no amanece en el carguito de obrera. Solo sabe chismear y no limpia nada, lengüetera del demonio. Sálgase de la Dirección ahora mismo o la mando a desalojar con seguridad. Mire como está la oficina por allá afuera, bien cochina, y usted sólo vegeta pendiente de la vida de los demás. Vieja maldita -; dijo Urulo encrespado, mientras de un portazo quedó preso en su oficina.

Definitivamente no era un buen momento para que Jorge Luís atendiera más conflictos laborales, frases descoloridas y las estupideces de siempre. - Más demagogia no, por favor-, se repetía internamente el hombre. El contador no portaba las fuerzas suficientes para oír, estoico como antaño, las peleas, sinsabores, los embustes y las eternas explicaciones, concebidas desde el ombligo de la rancia burocracia de los gobiernos de la temporada.

En medio de la algarabía, del llanto y las amenazas de la vieja Nancy y de los insultos que seguía propinando el negro Urulo desde lo recóndito de su oficina, Arminda respondía los teléfonos, 

- La señora directora -, insistía la secretaria en tono de edecán de campo,- Se encuentra muy ocupada en este momento, atendiendo una reunión muy importante y giró instrucciones precisas para que por ningún motivo se le interrumpiese. Pero si desea dejarle algún mensaje con muchísimo gusto..., bla, bla, bla -; las mentiras de siempre. 

Jorge Luís se resistía a seguir oyendo el mismo parlamento gastado y falso, que a lo largo de su peregrinar ministerial había insensibilizado sus oídos. En ese momento desesperado la aseadora grito un terrible, - te arrepentirás de tú bocota, negro mojino, más pronto de lo que imaginas. Vamos a ver quien será el botao -;  y partió hecha un velorio por el pasillo principal.

En ese instante, la puerta negra de la dirección se abrió, derramando sus sórdidos crujidos de siempre, portadores de tantas buenas y malas noticias a lo largo de los años. Pero esta vez, los sonidos no arrojaron los acordes conocidos. La directora traspasó rápidamente la sala de espera, acompañada en tropel, de su sequito de funcionarios de confianza y con ojos amelazados se detuvo ante Jorge Luís comentándole un retórico:

- Lo siento mucho licenciado, pero ya no hay nada que se pueda hacer por usted. Verdaderamente lo lamento de corazón-, y sus irónicas palabras escoltaron la acústica de su rumbo apresurado. 

Luego se detuvo  frente a la puerta principal del despacho y le refirió a la Señora Arminda un tímido, 
- no es bueno tantos escándalos y gritos, mira que se pueden escuchar desde el despacho del Ministro. Dile a Urulo que controle al personal-, y con la misma Renatta Firizzola desapareció como fantasma.

Con el entendimiento nublado por la noticia que acababa de recibir, el hombre, de pantalón cenizo, intentó incorporarse lentamente sin conseguirlo. Una nueva explosión de ácido se le derramó a través de las entrañas carcomiéndole el estomago y a penas, si logro balbucear cortas palabras de despedida, que de inmediato se volvieron lejanas. - No se preocupe doctora y gracias por todo-, replicó el contador.

Así permaneció largo rato hasta que la Directora del Despacho del Ministro, -¡en persona!-, acompañada de una fauna de funcionarios diversos: Secretarias, vigilantes, abogados y personal de seguridad; embistieron a la Señora Arminda advirtiéndole:

- Que el doctor Urulo firme por favor, inmediatamente, la resolución de su destitución. Es una orden expresa del ministro. Ya todo está conversado con su jefa, la Directora de esta unidad. Si no estuviere de acuerdo con la medida de reemplazo puede comunicarse con la Consultaría Jurídica del Ministerio para que emprenda los tramites respectivos y sea asesorado en la materia que le competente. Y que se presente en la embajada de Cuba para su deportación inmediata-.

Arminda, atónita por lo que acababa de escuchar, se levantó de su asiento, golpeó dubitativamente la puerta de la oficina de Urulo y volvió a sentarse en su puesto como hipnotizada. El hombre salió lentamente del lugar, con la camisa abrochada hasta el cuello y un enérgico; 

- firme su destitución a la prontitud  y después apela si no se siente conforme con las medidas administrativas. Cuenta con ciento veinte días para reclamar ante los tribunales competentes, no obstante, bla, bla, bla -, sobrecogió a los porteros y demás secretarias de la Dirección.

Urulo observó a la mujer frontalmente y desconcertado a la vez, garabateó en el papel que tenía delante sin siquiera leerlo, recogió el abrigo colgado en su asiento y con la misma, dando un portazo salio del recinto y se marchó para siempre. No sin ignorar a su presunta verduga. Al cruzar frente a la puerta del baño de mujeres gritó un pavoroso:

- No te escaparas de mí,  vieja maldita, tú y tus descendientes me la pagaran muy caro-.
 
Nancy entretanto, temblando de frío en el baño de damas, volteó su rostro hacia Sofía, la aseadora del despacho del ministro y con semblante compungido le confesó a su colega de trapos y jabones:

- Urulo es palero, un adorador de la muerte, seguramente me hará un Budú para matarme, ¿qué hago? -, preguntó con desespero la vieja.

- No se lo permitas-; respondió la mujer del veintiséis con rostro de obviedad.
  




Esta historia de novela continuará en otra entrega...