martes, 26 de julio de 2016

Crónicas de una asesina en serie. Las costureras del BUEN TRAJE, Hilos y agujas del terror


Las Costureras del Buen Traje

Hilos y agujas del Terror
Crónicas de una asesina en serie


Nurse Perdomo y su rubia hermanita Desdémona, aprendieron a ganarse la vida zurciendo ropa ajena y cultivando un colorido jardín en el frontal de su pequeña casa pueblerina. Hijas de unos añejos burgueses que se vinieron a menos después de la guerra, sus vidas transcurrían entre el trabajo y la compañía de unas perritas peludas que hacían la fiesta de sus impasibles atardeceres hasta aquel dramático día…, un día triste en el que Desdémona se enamoró enloquecidamente de un hombre alto y fornido como un roble viejo, perdiendo en minutos la virginidad y convirtiéndose en el hazmerreir de todo el mundo, por la fanfarronería de su amante chismoso y exhibicionista. ¡Todos
supieron como la desvirgó y se largó de Taransi…!, fue el corrillo popular que se susurró en el pabellón de múltiples oídos que se prestaron para el último chisme, en la modesta plaza grisácea del pueblo.

Las hermanas Perdomo, aunque de la misma sangre, eran distintas y los hechos terminaron por demostrarlo. Un día llegó la compañía Del Buen Traje y el cambio arropó a la impasible comarca. Desdémona, perseguida por sus fantasmas y por el deshonor, buscó trabajo y prontamente, se enroló como zurcidora del novel taller, tan velozmente como al giro de la moneda fue contratada su hermana Nurse. Casi como una danza de estrellas, la ventolera de la gran industria textil liquidó los pequeños talleres artesanales de costura familiar y las tradicionales modistas, sastres y zurcidoras terminaron asalariados en la nueva fábrica para soportar el hambre. Fue así como todas las prendas de la excelsa tienda Del Buen Traje serpenteaban por doquier, desde los grandes bazares y pequeños rincones tradicionales, hasta las mantas modestas de los tenderetes de orilla de los caseríos aledaños.

Poco a poco, el pueblo fue olvidando el deshonor de la menor de los Perdomo… ¡todos! …, menos ella. La mujer se juró que el gran desprecio y chisme concebido con su desgracia seria cobrado, poco a poco, con la sangre de los infelices. Entonces, ella decidió seducir a los hombres claves de la fábrica sin más ética que el largo de sus ligueros y faldellines. Primero fue preso don Rugencio Calcañez, un viejo enclenque y sadicón que intercambiaba aumentos de sueldo por momentos de sexo con las costureras, dentro del almacén de telas o en el baños de los hombres que caleteaban las mercancías. Un día cualquiera, el tipejo apareció muerto detrás de unos telares y su autopsia señaló que fue un ataque al corazón… Fue todo…, y felizmente Desdémona ya había alcanzado el mayor sueldo que cualquiera pudo aspirar en el grupo de las costureras de la fábrica Del Buen Traje. Aumento, que si se piensa bien, fue conseguido en tiempo récord, si se compara con el resto de los emolumentos de las empleadas y trabajadores.

Luego, un nuevo romance de la Desdémona arribó hasta el escritorio del contador Ovidio Aponte, hombre serio, con familia establecida por muchos años y laboriosidad de puntillista. Desdémona lo sedujo con sus grandes ojos de tormenta y todas las tardes lo esperaba en un pequeño café del pueblo para escaparse y pasar juntos largas tardes amatorias, desterrados en una posadilla de ladrillos rojos, en las montañas escarpadas de los linderos de la zona. Desdémona había aprendido a dar placer a un hombre y a cobrar por sus afectuosos besos sin que su conciencia se angustiase por ello..., convirtiéndose en lo que el pueblo había decretado, injustamente, que ella era… ¡Una mujer sin honor! 

En pocos meses y sin dificultad fue ascendida desde el taller de costureras hasta el Olimpo administrativo, quedando coronada como asistente administrativa. Ahora, la catira tenía poder, pues la información de los ingresos, aumentos de sueldo y próximos despidos estaban al alcance de sus manos de tijeras. Poco tiempo pasó hasta que Don Ovidio sufrió de sangramientos estomacales que lo obligaron a tomarse largos reposos. Entonces, la recién ascendida costurera esmeró sus acciones en llenar el espacio vacío por el contador. Muchas tardes, fue la antigua costurera quien hacia las entregas de los informes…, pues largas noches de auto aprendizaje llenaron los espacios de su vida. Un día llamaron de casa de Ovidio Aponte informando que había muerto. La tristeza inundó el lugar y un dejo de esperanza corrió por la mente de la antigua zurcidora. ¿Quién sustituiría al contador Ovidio?...

En la tarde se presentó en la oficina un hombre con chaqueta mohosa, verde aceituna llamado Amadeo Pernia y dijo que era el nuevo contador. Sus ademanes afrancesados y finísimos pronto lo catapultaron como el “nuevo monigote gay de la fábrica” y esta falta de reputación impidió que los superiores homófobos apreciaran su trabajo. A la siguiente semana fue despedido sin ninguna explicación. El puesto lo ocupó, prontamente, una tal Nereda Carrillo, una contadora vieja y amargada, con porte y rostro de yo no fui, que por sus años de servicios se suponía con la experiencia suficiente para sacar adelante las cuentas de la pequeña empresa. Pero con la vieja en la jefatura las cosas eran distintas para la Desdémona. Su nueva regente era un ser amargado que quiso cambiar todo el trabajo de la fábrica e incluso, amenazó a la rubia con regresarla a su antiguo tugurio de hilos y tijeras si continuaba la tongoneadera con los demás contadores de la oficina. Ésto, retumbó hasta el fondo en el corazón de la recién estrenada aprendiz de contabilidad y decidió invisibilizarse, escondida detrás de los archivos, armarios y demás muebles de la oficina. Se enterró en un hueco en el fondo oscuro del recinto y desde allí acechaba con sigilo y odio a la mandamás.

Las cosas mostraban una lasitud de corbata caída hasta el día que a la vieja Nereda Carillo, su esposo la fue buscar a la salida de la fábrica. Éste, era un viejo flaco y grasiento, pelo blanco, con dientes de ratón, quien no paraba de vomitar incoherencias locas, haciéndose pasar por poeta y gran artista. Con sus visitas vespertinas, poco tiempo tardó el hombre en visualizar, justamente al fondo del salón, los grandes ojos azules de la Desdémona; que agazapada como pantera tras su botín, en minutos, perpetró mentalmente la forma en ¿cómo deshacerse de la peligrosa vieja de la oficina de contabilidad?. Comenzó el vejestorio del Atilano a visitar diariamente a su esposa gorda, con la escusa de acompañarla de regreso al hogar, justamente hasta el día que intercambió la cita con Desdémona. La joven, sin pérdida de tiempo, atrapó al infiel en su ardiente alcoba y después de varios meses de impetuosos amoríos lo dejó, intempestivamente, sin más comentarios que el cotidiano “eres un hombre casado”. 

La ruptura con Desdémona enloqueció al enamorado Atilano que se deshizo en cartas, poemas, regalos, citas, flores, bombones y utilizó todos los artilugios de la ciencia y el arte de enamorar a una mujer que hasta ese momento el pobre conocía. Así llegó el gran día…, la espigada rubia le daría una cita. Ella acudió parca y no le permitió al hombre su ridícula palabrería de siempre. Fue categórica insistiéndoles que de continuar la relación con ella debía abandonar para siempre a su mujer. Luego, le acercó a su mano un pequeño frasco con el veneno suficiente para dar marcha infinita a ese nuevo amor. El hombre abrió la boca asustado mientras Desdémona se marchó sin más explicaciones que un gélido adiós. Así pasaron días, semanas y meses, sin más acontecimientos que las miradas de Atilano cuando todas las tardes se apersonaba a la fábrica a recoger a su vieja mujer y desplegar sus ojos de cordero degollado sobre la humanidad de la rubia que con desprecio lo ignoraba insistentemente. Pero la vieja Nereda era experimentada y siempre supo bien los sentimientos de
su marido con la costurera. Al día siguiente y en venganza ordenó que regresaran a Desdémona al viejo taller de costura, hasta nuevo aviso, argumentando que ella no cumplía con eficacia el trabajo de los números. Esa noche la costurerita no pudo dormir pensando en su vertiginoso descenso laboral y en medio de sus tribulaciones una idea fija la obsesionó hasta el cantar de los gallos. Al levantarse su plan estaba conformado.

Aquella mañana, cuando la jefe de los contabilistas se aproximó a la escalera para avisar a un empleado, Desdémona, sigilosamente y sin que nadie se fijara, le propinó a la vieja un gran empujón que la hizo volcarse pendiente abajo hasta romperse la nuca con el último escalón. La rubia nunca más seria una obrera del montón y ese fue su gran juramento después de quedar desprestigiada en todo el
pueblo. Desdémona gritó despavorida ante el cadáver y, mientras todos se agolpaban asustados alrededor del cuerpo de la vieja gorda de Nereda, ella disfrutó su obra desde lo alto. Sintió que la alegría le punzaba todos los poros de su ser mientras burbujeaba la sangre desde el cráneo de la vieja. Nunca más permitió que el infeliz del Atilano se le acercará, ni por un minuto…, nunca más. 

Fue cuestión de tiempo su nuevo cargo, pues la ex costurera siempre dio muestras de ser muy inteligente, trabajadora y había aprendido con esmero el arte de la contabilidad, a pesar que en su apartada casa del pueblo todas las noches la vieja máquina de coser
movilizaba sus aceitados engranajes. Ella usaba un vestido nuevo todos los días…, a pesar de la crítica de su hermana Nurse. Además, ella se encargó de pestañearle sensualmente al administrador de la fábrica, un rubio, con cara de sádico que terminó por recomendar a Desdémona como la candidata adecuada para llevar las cuentas de la fábrica. Así sucedió.

La menor de las Perdomo destacó ante la Directiva por su impecable trabajo, su larga y dorada melena y sus curvas abultadas. Ella enredaba los análisis contables para ser llamada por el administrador ante la Directiva, conformada por un puñado de viejos anacrónicos que eran los dueños y accionistas Del Buen Traje. Su plan de asenso hacia el poder tomó cada vez más cuerpo, pues su inteligencia despierta, buen porte y audacia en la respuesta la hicieron, prontamente, sobresalir del resto del personal. 


Finalmente, la Directiva sintió en ella una aliada, no sólo en materia de números, sino de las interioridades del personal y en los últimos diseños, la nueva moda, pues su estampa mejoraba día a día. De ser una obrera del montón Doña Desdémona, como se hizo llamar con el tiempo, se convirtió en la mano derecha de todos los negocios de los inversionistas interviniendo en las compras, los diseños, los despidos, los aumentos de sueldo y todo lo demás. Desdémona trabajó todas las horas que pudo sin solicitar una sola moneda más a cambio de información, poder y control total de la compañía.

Nurse, por su parte, se mantenía tranquila cosiendo cierres y dobladillos, sin dar cuenta, ni hacer mucho alarde de su parentesco con Doña Desdémona. Sin embargo, todas las noches, cuando su hermana menor se trancaba en el viejo taller familiar, a puertas cerradas, para realizar sus novedosos diseños y coser…no se sabe qué?..., unas arcadas toscas le retorcían el fondo de las tripas. Era como si una desgracia desanchada se desplegaba por el medio del hilo y la tela en movimiento… 


Los días transcurrían velozmente en la nueva vida de la elegantísima Desdémona, pues, a través de su plan perfecto logró catapultarse hasta la cima del poder del Buen Traje. Su belleza natural, su estampa de maniquí viviente y sus meneos sinuosos y constantes con los sexagenarios de la junta directiva, le permitieron hacerse con el poder total de la empresa… Fue así, hasta el día que Madame Gladys Estocolmo de Trandisi, una diseñadora internacional, con vasta trayectoria y fama mundial, amparada en la recomendación de familiares de ciertos accionistas descontentos, traspasó la puerta principal del negocio, oscureciendo con su gabardina atigrada y su sombrero de ala ancha, hecha de razo negro, toda la luz de la mañana que desmenuzaba la reja de la fábrica en movimiento.

Ésta, al ser llevada frente a Doña Desdémona, inclinó la cabeza para visualizar a su interlocutora, mirándola de pie a cabeza, sin sonrisas, ni carantoñas y justamente cuando la anfitriona iba a pronunciar la primera letra para hacer sentir su presencia, la refinada mujer, inquirió con cara de asco:

− ¿Mi oficina?... Hay mucho trabajo en esta pocilga campestre y no creerán que viviré en el ombligo de este pueblo de campesinos perdidos. Quiero un chofer para mis traslados diarios a la ciudad… No se puede llegar a París con el humo de los campesinos rozándonos las narices día y noche−; y salió como bala, expresamente a buscar los dueños para dar inicio a su entrada triunfal. Luego, remató escéptica volviendo el cuello y sin mirar a la catira:

− Espéreme en mi oficina para que sepas tus deberes y hacer la agenda de hoy y, no me mire con esa cara de perra chiquita que me saca de quicio. Consígueme a la brevedad, agua fresca y mucha fruta que aún no he desayunado; yo no vine a este pueblucho a pasar hambre..., y rápido ¿he?; que no tengo tiempo que perder ante su facha cubierta de harapos artesanales que lleva endilgados como vestimenta jefatural…, estoy apurada−; remató sin mirar a Desdémona a los ojos, corrigiéndose el maquillaje mientras se echaba un vistazo complacida, en el espejo incrustado en la reluciente polvera de plata que extrajo de fino bolso de mano.









La platinada Desdémona sintió que hirvió su cabeza tal como una olla de presión en plena ebullición y tuvo que contener sus impulsos más hondos para no estrangularla allí mismo o hacer alguna locura que delátese su capacidad de exterminar a sus enemigos. Tuvo unas locas ganas de matarla y a partir de ese instante, su mente criminal, no dejo de planear el referido propósito. Fue así, como el chisme sobre el desagravio contra la mandamás del Buen Traje, corrió como pólvora en ventolera a través del boca a boca que se abría en todas las máquinas de coser en el gran taller. Todas las obreras y costureras…, menos Nurse, la hermana mayor de la Desdémona, consideraron ese día como el primero, de una larga lista de ajusticiamientos merecidos y necesarios contra su antigua compañera de patrones y alfileres. Porque la Desdémona, a lo largo del tiempo, había desarrollado una sutil tiranía con todas las
empleadas y para aquel entonces, ya había traspasado el umbral de la amenaza verbal y el despido, contemplando vejaciones, humillaciones y hasta castigos físicos, innecesarios para con las fallas cometidas por unas humildes costureras pueblerinas de fábrica. 

El punto culminante estalló cuando azotó a su propia hermana, en presencia de las demás trabajadoras y sin un claro motivo que justificase tamaña tropelía. Los días mostraron su lerda travesía de camión viejo y las máquinas mantuvieron su inquietante rugido de metal…

Madame Gladys arrolló y desplazó, con su maravillosa estampa de modelo y de elegante mujer conocedora del mundo de la moda, sofisticada y refinada; el sitial que Desdémona consiguió en su carrera en el Buen Traje. La rubia terminó relegada a un banquillo mullido detrás de la puerta de la secretaria de la “Gran Modista”, como finalmente la apodaron en la fábrica a Madame Estocolmo de Trandisi. Pero su lasitud y pasividad, el mucho tiempo libre le abrían el espacio para que Desdémona pudiera idear su nuevo asesinato perfecto.

Una tarde de tormenta, se corrió por entre los cafetines luminosos surgidos del ombligo del nuevo negocio de la moda, en medio de sus cómplices tarantines y comercios, la llegada de un tal Plinio Martelino abriendo el cauce a la memoria de los oriundos del pueblo de Taransi…!,. La noticia se origina con la entrada de un carro último modelo al pueblo y por la forma tan arrolladora como el mozo, joven y guapo, seducía a todas las mujeres a lo largo de su mano. Sus ojos de fiera en caería, su perfil griego y la gallardía de todo su cuerpo, acompañaban un tono de voz varonil, cálido y aterciopelado que combinaba con sus perennes halagos hacia las féminas y su capacidad para repartir prebendas sexuales a las mujeres más bellas.

Y mientras Desdémona ideaba planes infinitos para deshacerse de su rival en la fábrica, las noches se hacían cortas dentro del taller de costura de su casa, pues la bermeja mujer ensayaba constantemente nuevos modelos y confecciones que le permitieran sobresalir ante los accionistas, con piezas innovadoras y baratas…, ella necesitaba algo especial para sobresalir por encima de todo lo conocido y de su incomoda y altanera jefa. Por otra parte, la resentida Desdémona retomó sus paseos con el viudo y enamoradísimo Atilano, quien días después del entierro de su esposa, no dejó de pedirle un nuevo regreso al colchón de las tardes ardorosas. Desdémona, despreciaba hasta el
fondo del alma a este hombre infiel, pues lo consideraba un vejestorio inútil, hipócrita y anticuado, con el que no se permitía ser vista en público, ni por un instante; pero sin él saberlo, el viejo se convertiría, poco a poco, en el eslabón perfecto para el ejercicio del regreso de la Desdémona al poder dentro de la fábrica.

Sin embargo, los momentos de esplendor poderosos que ella tuvo dentro de la fábrica se acurrucaban únicamente en la memoria de Doña Desdémona pues, todas las costureras se encargaban, casi con precisión de bisturí, en hacerle los días largos y desdichados, burlándose de ella por doquier, ridiculizándola a cada paso y con el correr del reloj, desautorizándola y desobedeciéndola hasta en las más pequeñas tareas y órdenes; al tiempo que la admiración, el respeto y la total sumisión ante la recién llegada jefa Gladys mostraron su mejor sonrisa a la orden del día. 

En la tarde, casi a la hora de partida de las obreras, mientras Desdémona pasaba los minutos sentada moviendo algunos papeles sin importancia, llevando café, escuchando tras las puertas y fraguando el rápido momento de deshacerse de su nueva jefa, Gladys espantó las sombras que rodeaban a la antigua patrona y sin más explicaciones le propinó un seco:

− Ya no te quiero más por las oficinas administrativas. A partir de mañana regresarás al taller−; dio media vuelta y desapareció entre los royos de telas estampados y las hojas de diseño de moda pegados en las carteleras de la pared. Las arcadas y el sabor a hiel regresaron a la boca de Desdémona, como el primer día que descubrió que había sido la burla de todo el pueblo de Taransi… y él le habían partido el corazón!

Desdémona llegó al taller de prendas de su hogar y justo cuando empezó a clavar el primer alfiler en la obra de arte que, según su mente atribulada confeccionaba desde hacía un año, recordó la voz del señor Edgardo, su antiguo furriel:

− Doña Gladys llegó a Taransi y cómo que es para quedarse para siempre−.

− ¿Qué alega? −; expresó Desdémona con una mueca llena de acritud y desdén.

− ¡Si señora! −; ella y su marido viven en las afueras del pueblo en una chalet especial que antaño perteneció al Marques del Rugeri. Es una casa muy grande y señorial. Seguro necesitaran mucho personal de aseo para vivir allí…; ojalá se fije en mí, pues caminaría mucho menos para llegar a mis labores que trabajando en esta fábrica−. 


La tarde avanzó lerdamente y en el castillete de la Madame Gladys Estocolmo de Trandisi la cena estaba lista. Los amantes descendieron sonreídos a través de los peldaños polvorientos, por la escalera de caracol, hecha en madera pulida, conversando alegremente y varias mozas uniformadas con trajes negros y blusas de encaje blanco los rodearon listas para el servicio de la comida. La lluvia era fuerte y el rugir de los rayos acuchillaba la noche fría en los jardines de la mansión. Al rato, se alzaron en brindis las dos copas de cristal con vino tinto, oloroso y añejo que asemejabase a la sangre coagulada. Luego, un relámpago interceptó el cielo y su rugir acompañó el desvanecimiento de la luz eléctrica en la inmensa casona abriendo el paso, de inmediato, a la tímida luz de los candiles olorosos a rancio aceite. La noche se acurrucó entre las aguas del cielo y la niebla espesa, haciéndola más romántica e íntima a la vez. 

Y cuando todas las criadas naufragaban con trastos por entre los pasillos y la cocina en busca del complemento de la cena, una sola de ella se mantuvo agazapada detrás de las cortinas, como fiera herida, esperando el momento indicado para su tropelía. Los señores finalizaron el postre y el té y la espumosa vid se derramó nuevamente sobre las copas de los comensales que fueron bienvenidas. Así la noche se llenó de neblina y espesura en la mente tapiada por el alcohol. La Madame nunca sospecho que quien la vigilaba de cerca era la Desdémona. 

Y así, la noche abrió el paso a las danzas de las risas, los besos y las caricias en medio del fulgor del bacanal etílico. Desdémona se plantó frente a Plinio quien no reconoció a la intrascendente mujer. Eso elevó la rabia de la costurera.

−Ya no me recuerdas amor mío−; exclamó Desdémona y paseándose por detrás de su silla sacó un gran cuchillo de su delantal y se lo incrustó al hombre en la base del cuello, haciendo que un torrente de sangre le estallará sobre su largo cabello. Gladys quedó estupefacta y se incorporó para salir huyendo pero Desdémona le franqueo el pasó con el puñal en alto y la miró a los ojos advirtiéndole su final.

A la mañana siguiente el trabajo del Buen Traje corrió su acostumbrado curso. Las máquinas relinchaban como todos los días y a la postre la noticia de la muerte de doña Désdemona sólo alcanzó algunas lágrimas de su hermana Nurse. La única extrañeza que, finalmente se comentó en el pueblo de Trandisi, fue la forma gélida como Madame Gladys sorteó la noticia del asesinado de su rubia asistente y días después, la peculiar y hermosa tela de cuero curtido que Nurse mostró en la regia chaqueta con la que el domingo asistió a misa en la iglesia de su pueblo... ¡¡¡Cuanta rareza!!!