lunes, 12 de septiembre de 2016

LA EPÍSTOLA DEL FISGÓN ENAMORADO


LA EPÍSTOLA DEL FISGÓN ENAMORADO


Mi muy querida amiga:

En lo más hondo de mí no hubiera deseado nunca tener que haber visto lo que vi en este mes octavo, ni expresado lo que ahora recojo en este papel. Pero llegó, y saber esa inevitabilidad de las cosas mortales, es una de las condiciones que nos pone en un sitial en la Creación. 

Muchas veces te he dicho que en el timbre y tono de tu voz revelas no sólo la calma o turbulencia internas del ser sino la totalidad de
tus vínculos con el ambiente. Desde el instante mismo que me comunicaste lo ocurrido capté la serenidad, el autodominio sobre una situación desdichada y extrema. Y allí, en esos segundos de aquel mediodía triste, la manera tan aplomada y enérgica de tus palabras me afianzó más aquella convicción.

Oírte hablar fue revelador. Y aun cuando nunca he conocido tu silencio, adivino que éste ha de ser de igual modo elocuente. Por supuesto que no aludo a la mudez que dicta el espacio, que se mide en kilómetro físicos, esa que se sobrelleva cuando la vida cotidiana nos coloca en puntos remotos, que anula los encuentros, que los aleja hasta tornarlos en raros acontecimientos. El punto al que me refiero, es el silencio que se da en la proximidad, el que sofoca
porque no hay gran cosa que decir, por incomunicación, por desarmonía espiritual. Esa es la clase de silencio que se tiñe de vacío, y no dudo que en ti podría ser tan hiriente como un alarido despectivo. Y de él tuve una porción, pues con tu admirable serenidad esa tarde le negaste a Thánatos el poder de arrancarte un grito; lo desdeñaste con tu silencio, porque callar es una forma suprema de ejercer el desprecio, cuánto más contra aquello que está dotado de un poder tan abrumador como la muerte. 

Creo que nadie como tú sabe de distancias y de consuelos. Y algo fascinante de observar era cómo en ti no había ese lobreguez callada, sombría e inerme de quien se ensimisma por el dolor, sino acción pura, inquisitiva, incluso consoladora para con los demás, pese al destrozo interno; movimiento en pos de cada cosa necesaria,
lucidez que se preserva a cualquier precio, incluso el del propio dolor. Verte así era constatar lo absurdo de asociar lo femenino con la debilidad, por lo menos en lo esencial, no en la vicisitud menor, en lo superfluo en lo cual la mujer es tan cómplice como su castigador. 

Los pocos minutos en el cafetín, quizás sirvieron de algún desahogo, pues no se trae a colación el dolor si no se está dispuesto a conjurarlo. Allí dijiste que esperabas escribir algo pronto, lo cual, observé, era urgente que lo hicieras, pues no sólo hay que drenar ese sufrimiento sino marcar cuanto antes una distancia ante él, para preservar la interioridad, la salud, el equilibrio; “poetizar el dolor es una cualidad que sólo pueden practicar espíritus muy especiales y desarrollados”, comenté. Y a tu amiga, que allí se encontraba, le tocó en su sensibilidad el que yo dijera que el sufrimiento nos hacía vivir con una intensidad única, que anulaba todo lo que creíamos valioso, que hacía cobrar una urgencia apremiante a cada detalle vivido con alguien a quien súbitamente ya no tenemos al lado. Esto también halló eco en ti, ya que lo habías sentido a fondo al entrar al apartamento desierto de tu hermano. Al preguntarnos qué es el dolor, justamente en esa fracción que dura la interrogación, allí estamos trascendiendo la dimensión pura, salvaje y simple del sufrimiento. Esto también expresé. Y coincidiste conmigo.

Para mis adentros vi que la vida en ese justo instante te imponía un sello parecido al que llevo yo: te hallabas sola, sin tu hermano que amaste; yo, por mi parte, nunca conocería ese estado porque fui hijo único, pero sabía de soledades, no de las que sobrevienen por la desgracia, sino de las naturales, de esas que simplemente no tienen comienzo ni fin.

Sí amiga, verte era consolarse, llenarse de la contraparte femenina de la divinidad, que hay sabiduría en prepararse para lo inevitable para cuando debamos padecerlo. Ver a tu madre, dirigirle unas escasas y difíciles palabras, era también presentar todo el respeto a la fortaleza de una mujer de carácter. Allí estaba tu mejor maestra, y es fácil suponer que de la misma cepa estaba hecho tu padre. Recordé la tarde cuando me diste la noticia de su pérdida, ya habían transcurrido varios días, y la calma era como ésta, la misma que descubre cómo en ti apenas se abre la herida y ya empieza al unísono la sutura del alma. 

Ahora, años después, cómo admiré, y parecerá como extraño y forzado insistir en ello, pero te repito que admiré con intensidad esa prestancia de la que estabas llena, ese difícil balance entre lo fino y sensitivo, con lo imbatible; la belleza y la granítica fortaleza; la calma tallada en ese rostro dulce y a la vez marmóreo. La cúspide llegó cuando agitando una porción de tu cabellera te pusiste a la delantera del ataúd, asiste con firmeza la manija y arrastraste esos treinta o cuarenta años de existencia y felicidad extintas que allí yacían. Te dije luego, por teléfono, que sólo la imagen de una mujer blandiendo un fusil de asalto o tirando de un cañón, en el fragor de un combate, manchado tu bello rostro con pólvora o grasa, emularía aquella dignidad y valentía. Me sorprendió oír una carcajada por respuesta. Sólo podía venir de tu tremenda fuerza.

Y luego, evocando todo, cuando te digo que aquel soberbio espectáculo arrancaba admiración es porque ésta lleva algo de fruición, porque también porque estaba consciente de que nadie estaba registrando ese acto con una cámara, fijando ese clímax para arrebatarlo al poder destructor del tiempo y el olvido. Tú no podrías jamás haber percibido aquella visión de conjunto, porque eras parte de su tema, pero yo, en mi propio silencio y dolor, en el frenesí de ese acto contemplativo, lo estaba plasmando no sé en qué sustancia, pero sé que se quedó allí para siempre.

Me quedé observando la partida, definitiva, inexorable. Aquel límite, tu límite llevado al extremo de lo absoluto, y aquella tu admirable serenidad pregonaba que el conocimiento espiritual es una forma de bordear el Absoluto, que poseer aunque sea una pizca de esa condición superior es rozar la gran liberación. Guarda siempre este testimonio, como yo guardaré con igual devoción mis más elevados sentimientos por ti.

ANÓNIMO 
Septiembre 2009