I. Vecindario, un chef gay, chinchorro aletargado y el regalucho…
Dicen que uno escribe acerca de
lo que ve o siente. Quién sabe si eso será verdad o no? De todas formas,
sea cierto o falso, mis teclas se
despliegan hacia la narrativa de lo que, lamentablemente y por infortunio del
destino, observo a diario, cuando el sol despunta, los pajaritos entonan
acordes primorosos, y yo asomo mis ojos a través de las grandes ventanas
tupidas de ramas clorofílicamente perfectas. Me dispongo a escribir, a trozos,
por partes y sin mucho apuro, la vida y
milagro de mis vecinos, en este vecindario infatúo, sin luz, sin aire y sin
salida. Me siento como atrapado en un canturreo gitano, de ésos donde los
árabes son los malos y los marineros fenicios los buenos.
Él, es el único maricón que hay
cerca, aunque hay comentarios de otros dos…; todos de closet. Y este vecino del
frente es muy hembra. La vieja vecina de al lado, en combinación con el policía
del final de la cuadra, han apodado al presunto chef como EL Totonota. Pero cuando la cocinera varón, pasea la
cuadra tongoneandose, mostrando sus múltiples tatuajes, exhibiendo los cortes
de pelo extravagantes, hechos por él mismo y enseñando una musculatura recién estrenada,
hechura de inyecciones de gimnasio, con sus pulseritas y cadenitas en tobillos
y muñecas. Me da verdadero asco.
Luego, los encuentros con sus maridos y su fugaz padre que, de vez en vez viene a visitarlos. Todos dicen por esta zona que el viejo padre también es un homosexual como el cocinero y que, por eso nunca remato sexualmente a la vieja del frente. He allí la frustración sexual de la horripilante vieja y la amargura contra los felices de la cuadra. Yo NUNCA, JAMAS, pero JAMAS DE LOS JAMASES le
Volviendo a los vecinos y a las múltiples
miserias de la infeliz vieja del frente, todo lo que conozco es por las habladurías
de La Flora, otra de las viejas de la cuadra, contratada por mí para hacer el
aseo doméstico, tres veces a la semana y que entre trapeo y sacudida, me relata
todos los aconteceres de por estos alrededores. A mí, en verdad, no me interesa
para nada, ninguno de sus cuentos; en mi caso, ése no es el caso, ya que, con muy
pocas excepciones y después de un pormenorizado, analítico, detallista y cuasi científico
estudio de los alrededores, he concluido que estoy amarrado a un gentucismo sin
igual...; gentucismo de gentuza y sus vidas me tienen sin el menor cuidado.
Dicho de mejor manera, mis
gloriosos vecinos (cinismo desbordado por parte del humilde narrador y servidor);
lo constituye un amalgamamiento de populacho acomplejado, salido del averno de
la pobreza, con más maldad que el propio Caín y Abel. ¡Pero cuidado!, todos pasan saludándome
en alta voz, moviendo las manos en señal de reverencia y buscándome conversación
a cualquier hora. Son pura pobreza concentrada…, y es que así es la pobreza… hipócrita,
acomodaticia, oportunista y mentirosa!
En verdad y por lo poco que he
logrado apreciar, cada vecino es un caso…, perdido y se salva uno que otro. Por
estos lares, cuyo nombre me reservaré en función de mi propia seguridad, reside
una fauna diferencial. Hay de todito como dijo el gay de closet del frente en
estos días, cuando exhibió como trofeo, como si fuera una gran cosota, una bolsa de plástico sucia, con la compra de dos cebollines
y un pimentón arrugado. Entró a su
pocilga gritándole a la vieja a plumón batiente, la “Gran adquisición” de tres
papas y un cebollín soleado. Siempre hace lo mismo para que todos los de la
cuadra escuchemos y creamos lo ricos que están, tanto él, como la vieja, psicótica,
fea y mal desvirgada de su madre loca. Creo que tanta gritadera narcisista
intenta ganarse el respeto y el prestigio que nunca tendrán porque,
sencillamente, los dos son unos ascos de humanos, una pestilencia de ruinas y
desgracias.

Estoy muy cerca de la iglesia que
linda con su respectiva plaza, al estilo Cordobés, pues soy uno de los del Centro. Escucho las
campanas de la Iglesia recién pintada, allende la plaza bailadora, en medio del
consabido anillo de comercios de oropeles y bagatelas de los chinos mandamás. Las
campanadas del templo me permite que siempre me conozca las horas sin necesidad
de relojes.

En este contexto paradisiaco vivo
yo, tranquilo y sin nervios. Paso mis horas aireándome entre dos inmensas matas
de mango, donde tengo amarrado un gran chinchorro de tela fosforescente. Siempre
retozo en el chinchorro, en las tardes, después del almuerzo, en las horas del
calor rampante…, la hora del burro. Me distraigo viendo los loritos, las
tortolitas y las paraulatas surcadoras del aire. Así, vivo tranquilo y logro dar foco a
la verdadera belleza natural y a la bondad de muchos transeúntes desprevenidos.
De pronto, Tin, Ton, Tin, Ton, suena el timbre. Abro los ojos miro a la mujer parada en la reja con un bojote en la mano gritado por un tal…, “Vecinoooooo”. Yo me sonrió, me incorporo, saco las llaves del bolsillo, mientras me engancho las alpargatas. Voy pensando en que vendrá a pedir esta pendeja, con esas cochinadas en la mano… Vecinaaaaaa bienvenidaaaaaa.