viernes, 3 de octubre de 2014

LAS TRAPISONDAS DE LA MUERTE Y SU ENAMORADO CONTADOR Una historia de la vida de personas infames en Revolución y los Orishas Yorubas

LAS TRAPISONDAS DE LA MUERTE Y SU ENAMORADO CONTADOR
Una historia de la vida de personas infames en Revolución y los Orishas Yorubas


Esta historia continuará ... Sábado 11/10/2014


II. MEJOR  ME  MATO

Aquella tarde, el empleado modelo del ministerio, ¡el mejor de todos!, no pudo, como acostumbraba diariamente, recoger su
maletín de cuero desleído, así como tampoco, atinó a colocarse la pesada chaqueta, que por muchos años lo acompañó fielmente a su trabajo, protegiéndolo de las inclemencias del feroz aire acondicionado.

El contador descendió a través del destartalado ascensor, sin responder ninguno de los, - hasta mañana-, de siempre, frutos de las celadoras y los vigilantes que con el pasar de los años ritualizaron su salida, a las cuatro y media
en punto de la tarde, hora idéntica de vuelta al hogar. Con la conciencia turbada por la noticia, él se escurrió a empujones entre la gente, diluido en la acostumbrada multitud vespertina de siempre, hasta los rieles del ferrocarril.

– ¿Qué voy hacer?-, pensó Jorge Luís, sin coordinar bien sus ideas.

La mente sofocada con nubarrones de indignación y el sudor causado por el apelmazamiento de la muchedumbre, curtió el cuello de su impecable camisa nevada. Según el último veredicto
de la Firizzola, él por no detectar un presunto desfalco en las finanzas ministeriales, fue acusado de negligente en el cumplimiento vital de sus funciones.

- ¡Al no advertir a tiempo a las autoridades el problema y, en consecuencia es usted, el verdadero responsable del sobregiro bancario!-; expresó, furiosa la directora de administración, en su penúltima conversación con el funcionario.

En medio de las cavilaciones y sobresaltos laborales que expiaba la mente del contador, la señora Abigail, la jefa del archivo de contabilidad del ministerio, se detuvo justo al lado de él, en el andén del tren.

-Saludos jefe, hoy  nos volvemos a ver. ¿Qué le parece? El destino nos une-; dijo sonriendo satíricamente.

Jorge Luís la miró sin reconocerla como compañera de trabajo, o más bien, como alguien que tuvo tenido que ver con él en algún momento de su vida, por lo que le regaló una mueca de
presentación previa, para luego regresar la vista a la soledad del piso sucio y pateado en el tren. Abigail se extrañó por la indiferencia sosegada del contador.

Lo cierto fue que, con pruebas o sin ellas, los directivos del ministerio despidieron a Jorge Luís, sin ningún fundamento legal y no se le permitió, bajo forma alguna, expresar algún punto de vista diferente al que los cómplices ministeriales tramaron en la patraña financiera para expulsar al hombre de su puesto de trabajo.

Con el sueldo perdido, el fututo de él y su familia se avizoraba funesto e incierto. Ninguna empresa privada estaría dispuesta a contratar a un contador mayor de cuarenta años, con una carrera realizada, únicamente en la administración del gobierno, particularmente del actual movimiento estadal, militar y comunista. Las empresas privadas miraban a estos funcionarios como espías de los revolucionarios.

Por otra parte, él no contaba con amigos poderosos o políticos que pudieran ayudarlo. Siempre rehusó su participación en la militancia partidista y nunca fue un hombre adulador, ni un profesional del
elogio. Lo aburría la zalamería hueca de la politiquería de turno de la cultura gubernamental.

Por eso rechazaba las conversaciones del cavo Rojitas, el contabilista II, cada vez que el joven, alabador de corazón, le advertía:

-Jefecito, hágame caso acerca de la máxima de la burocracia gubernamental y el jalabolismo militar. Mire que eso fue lo que yo aprendí en el ejército cuando pagué mi servicio militar y le digo, que eso me ha servido mucho en la vida. Allí, mis superiores me decían Rojitas, primero; jalar bola no tiene horario; segundo, jala bola se arrima y tercero, es preferible jalar en la sombra que echar escardilla en el sol. No se le olvide compadre, ja, ja, ja -. Jorge Luís detestaba esos comentarios mediocres de militares flojos e incompetentes.

Abigail era una morena regordeta que usaba sandalias viejas y ropa de grandes colorines en un poliéster barato de rebatiñas de mercado popular, muy ajustada a su malformada cintura. Sus eternas conversaciones no giraban jamás en torno al trabajo, ni a nada que se le asemejase, pues, su preocupación fundamental era la vida de su marido Carlos y la de sus dos hijos varones.

- Que son mi orgullo y mi alegría y claro, por supuesto, también los de mi marido Carlos Fernando-.

Largas tertulias sostenían diariamente los rincones inconmensurables en los archivos de contabilidad acerca de la bien educada, correcta y perfecta familia de Abigail.

- Porque  mi familia es intachablemente feliz-; decía contenta. -Yo todo se lo consulto a mi marido y mis hijos son unos niños correctísimos que siempre salen con su papá. Él, conversa mucho con ellos sobre las drogas y sobres las cosas malas de la vida. Pues yo tengo tanto oficio que siempre me quedo en la casa adelantándolo, porque ni sueñes que voy  a meter una mujer de servicio en mi casa, ¡que va, mijita!, ¡una mujer en mi casa!,..Nunca  jamás…, a ver si después se quieren quedar con mí marido-; repetía furibunda.

- Todo lo hago yo solita. En la noche, poco a poco, a medida que veo la novela voy planchando y dejo adelantada la comida del día siguiente. Es que mi marido, Carlos Fernando es honestísimo. Hoy lo llamé por teléfono para contarle lo que pasó en la oficina del señor Urulo y él me dijo que no metiera en eso, que me quedara tranquilita en mi puesto. Que no tomara posición, ni pa un lado, ni pal otro… ¿a usted qué le parece licenciado lo que pasó con el asistente de la directora de administración?-.

El contador absorto en sus propios planes, no escuchó ni una palabra de la boca de Abigail. Sus cavilaciones estaban completamente dedicadas a la desesperanza por los desastrosos acontecimientos laborales. Durante sus veinte años como funcionario ministerial, siempre intentó ser honesto y eficiente, tal
como se lo enseñaron en su en su casa de los Andes y luego, en la universidad privada donde estudió con esfuerzo y que, a duras penas, le costearon sus padres con grandes sacrificios y sin sabores. 


El contador se propuso, desde niño ser, tan sólo; ¡¡un hombre honesto y ordenado!! Pero estaba visto que cumplir con esa ambición tendría un alto precio en el gobierno militar de los revolucionarios donde el desorden y el saqueo suplantaron a la añeja corrupción. Hoy, las contralorías eran un espejismo de los cincuenta años de los gobiernos anteriores. Nadie tenia derecho a cumplir la ley que no dictara, en exclusiva, los militares de la revolución y su comparsa de acólitos genuflexos.

La patraña y el engaño mancharon el historial del contador y para ese momento, Jorge Luís, ya no era el funcionario modelo del ministerio. Él, que nunca necesitó ni un solo minuto más para
presentar un trabajo impecable, se convirtió a la vista de sus superiores en un funcionario negligente. Su esfuerzo y vehemencia para cumplir sus labores, así como el cuido de una gestión eficiente, enfrentaron el juicio final de sus jefes ministeriales:

- Póngame la renuncia sin hacer alharaca y dejaremos esto así, de lo contrario, usted, como veterano de estas luchas de papeles, sabe muy  bien a lo que se expone-, sentenció el viceministro, sin más ley que la verdad que respiraban sus palabras de ex militar y de burócrata falaz.

Abigail torció la cabeza e intentó mirarlo a la cara. Así, repitió su interrogante:

- Licenciado, ¿Qué le parece lo que pasó con Urulo el cubano de la dirección?; ¿En verdad cree que ese señor, con eso de la brujería, le haga daño a la Señora Nancy, por que al final, no sabemos si en verdad ella sea la responsable de la destitución del extranjero ese?-.

El confundido Jorge Luís, aún sin escuchar ni un eco perdido de la archivista, apilonado en medio de largas filas humanas derramadas vespertinamente en el tranvía de la colérica cuidad, quedó sentenciado al despido, al igual que los transeúntes eran sometidos a una inclemente uniformidad, con olor a metrópolis, que igualaban a la muchedumbre del anden con latas de atún dispuestas en formación militar, sobre los anaqueles de los abastos de los portugueses. Jorge Luís sólo escuchó la voz de su propia desesperación por encontrase despedido por fraude, sin tener idea acerca del despido de Urulo.

En medio del aturdimiento y la zozobra que sintió por la pérdida del empleo, el afligido contador, recordó la cosecha de felicitaciones que a lo largo de vientre años cultivó en su trabajo. Un historial intachable, libre de amonestaciones, tres botones de honor al mérito sin recurrir a los apoyos políticos del momento, era el saldo de su carrera profesional. Su hoja laboral era excepcional. Únicamente con dos reposos originados por la operación de un riñón y la muerte de su padre, el contador asistió puntual y correctamente, todos los días de su vida a sus labores, a lo largo de viente años. Pero en ese instante su futuro se disolvió velozmente a través de un transito lerdo y desolador. Y mientras Abigail insistió en sacarle unas palabras al contador sobre lo ocurrido aquel día entre Nancy y Urulo, estalló una gritería y una confusión de empujones, golpes y correrías a lo largo del andén.


- Páralo ahí, que me quitó la cartera, es una atracador-; fue el aullido que acribilló los sórdidos ronquidos de las locomotoras y los aires acondicionados de la estación.

Abigail se abrazó de Jorge Luís y mientras un joven fue apaleado en el piso por una muchedumbre enardecida ella profirió un:


- Tengo que llamar a mi marido Carlos Fernando-, repitió incesantemente en el oído del contador.

Jorge Luís miró la sangre de la cara destrozada del muchacho que goteaba hacia los rieles del tren y, en ese momento, tuvo claro su destino. Tomó a la asistente por los dos brazos y mirándola a los ojos le asestó un enérgico;

- Quédese tranquila que pronto llegará el ferrocarril y usted podrá regresar con su familia velozmente -.



La mujer dejó de gritar y con más calma le repreguntó al contador asomándosele a los ojos gélidos;

-¿Qué le parece el despido del negro Urulo? -, a lo cual, sin más preámbulos, él respondió;

- No tengo idea de que me habla, señora Abigail -

En ese momento, el vagón laminado abrió sus puertas frente a los funcionarios, al instante que éste tomó a la mujer por los hombros, la volteó y la empujó segura hasta lo profundo acercándola inmediatamente hacia los lares de Carlos Fernando, sus dos excelsos y bien educados hijos, el oficio de su casa y sus múltiples preocupaciones por su vida feliz en compañía de su inteligente marido y asesor permanente. Retirada así, con el favor de Dios y del ladrón, de la vista del importunado contador, Abigail, prosiguió su maravilloso destino de auxiliar contable, madre intachable y amantísima esposa en su mágica y alegre casita de pobre en el oeste citado.



Parado allí, la trama de su vida se desarrolló lentamente en su fantasía desesperada, procurando un naufragio de motivos y sentimientos que encontraron el límite de la nada.  Sólo el calor y el sofoco multitudinario lo acompañaban. Únicamente, a partir de la gloria de un sueldo enjuto, que apenas sí le permitió una vida con ciertos detalles de confort, el contador, a duras penas, pudo levantar una buena familia. Recordó que tan sólo con las pretensiones de mirar las películas los domingos en la televisión y realizar las salidas al parque de diversiones para aupar a su hija sobre algún tiovivo, en algún sábado perdido del almanaque descolorido del pasado, el contador avizoró su futuro.




Todo el fruto del esfuerzo de su trabajo se esfumó aquella tarde: El techo seguro bregado duramente a través de los años; la educación de su hija, los viajes al extranjero, recreados solidariamente en su mente de pequeño burgués;  todas las cosas que añoró reciamente, luchadas con fervor y temple, se convirtieron, en un abrir y cerrar de ojos, en una cruel felonía del destino.




Los trenes metálicos desplegaron su ir y venir taciturno acostumbrado, bramando entre la masa humana revuelta por el polvo, el calor y el acostumbrado mal olor. El funcionario se movilizó sin sentido entre la multitud intentando llegar a ninguna parte. Lejos de su sueldo escueto y con la hucha vacía, la vida de su familia sería de grandes penurias. La visión de los rieles oxidados frente a sus ojos agachados comenzó a dibujar la
solución a su problema, con gran facilidad. A su pequeña familia, sólo le quedaría una póliza de seguro que le garantizaría una vida digna pero enjuta y, al final de todo, una vida medianamente decorosa. Entre sus descosidas cavilaciones, el contador avizoró una rápida solución al problema, como en tantas otras oportunidades lo hizo con los balances financieros a la hora del cierre. Cruzó los brazos y comentó entre dientes;






-No tengo otra opción, ¡mejor me mato! -. A partir de ese momento inició el suicidio.