Sangre en el Ovalo de Turmero
La
historia que narraré a continuación es triste, tanto como un oscuro lamento, asemejase
a un zumbido en el viento perdido, como la nada, como el desamor. Es triste y
verdadera a la vez. Sucedió una mañana aragüeña, entrando las siete y media, cuando
el alba ya vociferaba puñaladas calientes sobre las mejillas de los transeúntes,
a la hora que la luz robusta me ciega la mirada con su espesura. Yo, como todos
los días, a esa misma hora, ya había hecho mi recorrido madrugador y vigilante
me mantuve apostada bajo el Samán florido, mi árbol preferido. Acostada allí,
meditando sobre los posibles caminos a seguir, me distraigo un rato mientras avanza
a rápidas pisotadas la hora de la carrera de hombres y mujeres gordas, flacas,
largas y medianas que con su trotador recorrido rompen el sosegado ambiente
matinal en el Ovalo de Turmero.
De
repente, la estridente música se desplaza saltarina entre la ventolera, saltos
y chillidos con aroma a sudor anegan la pista, la entrada de las canchas y
flota seductoramente hasta la cumbre del Picacho asoleado. Todo el Ovalo se
llena de un escándalo esquizofrénico como si las piedras quisieran cantar, rebotar
y roncar como los tempraneros deportistas.
Yo,
con mi acostumbrado sosegamiento de siempre me aposte, cómodamente, y
entrecerré los parpados como vigilando el terreno, mientras una parte de mí,
insistía en dar la siesta matutina. A lo lejos, una mujer caminaba desganada,
de mano de una niña morena que a rastras daba tumbos por todas partes, descolgada
de las manos de esposas impuestas por la adulta. Era un forcejeo perenne lo que
yo vi. Luego, cuando el calor arreció en su punto cumbre de la mañana las perdí
de mi visión, como si una nube de fuego hubiese cocinado todo cuanto ser vivo
estuvo de guardia en El Ovalo de Turmero. No imagino siquiera cuánto tiempo
permanecí dormida en medio de un denso calor con olor a tierra seca en el El
Ovalo, ni que cosas espantosas y escalofriantes sucedieron en esas pequeñas
guaridas de piedras y monte; sólo sé que la muerte retomó su rumbo marcial
hacia el cementerio llevándose a las almas nobles.
Sacudida
por una pesadilla nebulosa me alcé, ya que en mi estupor del regreso soñé que
la pequeña niña se derrumbaba desde el último piso del edificio en ruina y el
susto que me provocó su alarido de partida me despertó. Luego, una gritería de
cornetas, sirenas, pitos y una marejada tronadora de motores arrolló mi paz,
cuando de sopetón me percaté que algo grande estaba pasando. Me asusté y como
atleta me incorporé y me escondí tras una piedra gris que hace de corta caminos
en la entrada. Súbitamente, un olor a sangre anegó mi olfato y todo el mundo se
arremolinó cerca de la ruinosa construcción. Caminé sigilosamente deslizándome
como seda entre los pies humanos y me topé con el terror y la sangre.
Fue
por mi inmensa curiosidad, más grande que mi
cautela que ligeramente me dejé escurrir por entre la grama, los pequeños
arbustos y las grandes piedras que como nubes limitan el terreno del Ovalo,
hasta ubicarme en el centro de la contienda. Allí estaba ella, tendida de largo
a largo en el suelo, rociada con sangre que esparcía por su boca, los ojos sin
vista, sin más fuerzas para llorar, jugar o amar. Se enturbió mi mente y
recordé la escena de la mujer y a la misma niña forcejando para llegar a
ninguna parte. En medio de mi somnolencia de siempre, recordé el motor del
carro y los lacitos de escarcha de la nena que se mantuvieron como centinelas
jugando sobre la escalera. Fue desde allí que llegó su mala hora, la que
acompaña a todo lo mortal, acelerada por la falta de cuidado y amor. En ese
preciso instante que la madrastra se retiró del Ovalo a pagar...nunca nos
importará que cosa, que deuda, que cuenta…; la
pequeña fue arrebatada del sosegado encanto de la mañana para dar al
traste en los parques verdes y empinados del cielo. Me incline en medio de la
mirada asustadiza de la concurrencia y me mantuve a una nariz de su respiración
y aún estaba viva. Días después, mientras
me afilaba las uñas con una de las rocas calizas, una amiga de sardinas
y de atunes quien siempre me lleva pepitas sueltas y me acaricia el lomo, le
comentó a una gorda comelona del camino que la niña descansaba en paz en lo
profundo del cementerio.
Aun
no comprendo enteramente mi tristeza cuando mi
naturaleza cazadora no conoce de
esos intensos sentimientos. Pero por esos días me desgané, perdí el apetito,
tanto de pescado, como de salmón, no me explayé para mi acostumbrada asoleada y
no quise investigar sobre la nueva madriguera de ratas albinas cerca de los
edificios de los portugueses. No hubo baño, ni largas lamidas. Subí por el árbol
de mamón de todos los días, brinque sobre mi tejado y me deje caer por las
rejas de la fuente hasta el epicentro del jardín residencial.
Luego de estas extrañas sensibilidades
gatunas hace días que no visito el Ovalo y no he tomado el sol mañanero.
Juanita, mi dueña, dice que la niña está muerta y que muchos otros juguetones
han visto sombras de una niña que llama desde lo alto del edificio en ruinas, cuando
aparece al oeste del horizonte, cerca de las escaleras. El problema de mi
Juanita es que no entiende mis maullidos pues desde hace tiempo ya, que esa
niña, de grandes lacitos escarchados, rasca mi barriga en el patio de la casa,
luego traspasa la reja, toma el camino por entre los helechos de la casa
cercana, sube las escaleras de donde se desencajó y observa la tarde, tumbada desde
lo más alto.
Algunas
noches asciendo con cautela y me siento a su lado para hacerle compañía, pero
cuando comienzan los escalofríos huyo despavoridamente del Ovalo de Turmero y
me escondo en la cesta de mi ama, donde todos los gatos tenemos nuestro lugar
especial. Pero cuando hay luna llena la niña llora porque se siente sola y yo
me acurruco a su lado, le ronroneo y la acaricio con mi largo pelaje felino
para que sus gritos no despierten a las estrellas del cielo.
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