miércoles, 15 de agosto de 2012

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El  rosal  Franciscano  de Argelina Vicenta

Dedicado a San Francisco de Asís,
A la tía Argelia Herrera,
A todos los ecologistas que trabajan en beneficio de la vida,
Y al ocurrente y enigmático Jaime Mas,
Por su erudita elocuencia

Jaime Mas, El Elocuente
Cuando el santo perplejizó su intuición ante el aroma intenso y colorido de las rosas de Asís, en la última primavera de su vida, creció su admiración y regocijo por la bella naturaleza. Al fraile se le reveló en los ojos la perfección esencial de todas las cosas existentes por la obra de Dios, tan sólo al detenerse y orar junto a la frescura bailarina de las flores. Era una mañana destellante, colmada con divinos perfumes y electrizantes brillos coloridos.

Francisco fue bendecido por lo sagrado desde su más tierna juventud. Llevaba marcado los estigmas divinos y sentía un fino deleite por la música alegre y el buen
mazapán. Cargó la cruz del perdón en aras del amor universal en un tiempo donde la avaricia y el egoísmo tomaron la casa de Dios. Su infinita elocuencia le permitió acoplarse, mansamente, con todas y cada una de las partes de la naturaleza. Ese día, como de costumbre, dialogó largamente con sus hermanas las rosas. Para él, todos los seres existentes sobre la faz de la tierra eran hechura del creador y eran portadores de los destellos divinos. Todo lo vivo se hermanaba gracias al amor a Dios.

_ ¿Cómo amanecieron mis hermanas rosas?; parece que están más esplendorosas que nunca_; roció el cura entre dientes, en voz bajita y con buen latín, mientras ellas, tímidas y agradecidas por los elogios del bienaventurado, se regocijaron de alegría.

Mostrabase una mañana clara, cuando las frondosas rosas de Asís matizaron la temporada del amor, más coquetas y esponjadas que de costumbre, ofreciéndole al fraile de la hermandad un diminuto regalo de amor. Él, se las quedó mirando con la fijeza
del artista a su obra, encontrando en los bordes ondulados de los pétalos y en la frescura de cada tiño tornasolado, el colorido estético del buen arte. Y mientras el hombre santo se llenó de nuevas videncias, ocurrió que las rosas comenzaron el murmullo de sus planes futuros, pues desde hacia tiempo atrás, ellas bien conocían el comportamiento inesperado del venerable bailarín de Asís.

El fraile acogido en su sotana roída color madero y con los pies descalzos sobre la tierra fresca, agudizó la mirada centinela sobre la palidez desnuda de una rosa reina y desde allí, percibió el desasosiego futuro de Argelina Vicenta y se preocupó de antemano, por el paradero de Hilda, la hija menor de la española que alguna vez existirían en los designios del calendario futuro de Dios.

De pronto y como tornado, asediada por el tiempo y con la necesidad de presentar el almuerzo a la hora correcta, embistió azarosamente, por la puerta  principal, la señora Argelina Vicenta. Era la española dueña de la lonchería de la esquina. La enérgica
mujer, ataviada con su delantal amarillo, bordado con grandes girasoles y pajaritos voladores, moviéndose al compás de sus pasos de jardinera, llevaba enroscada una pañoleta de seda que ocultaba los grandes rollos que atornillaban sus lacios cabellos cobrizos.

Con la naturalidad del que está acostumbrado a la brega diaria, tomó la manguera verdolaga, que desordenada naufragaba en el centro de su patio y comenzó el riego matutino. Entre tanto, sus hijos mantuvieron la tensión del partido de béisbol en las afueras de casa. Las duchas del jardín mitigaron longevamente el calor metálico en la mañana guaireña.

El puerto de la Guiara era entonces, un lugar que combinaba grandes y ricos cargamentos de mercancías, tropeles de polizontes y picaros desterrados en tránsito internacional, trabajadores a
Puerto de la Guaira 1940. Venezuela
destajo, combinado con humildes hogares que se adormecían bajo e mismo sol marino. Las palmeras, el agua de coco y los bramidos de los chóferes vociferantes hacían de la entrada de su casa un lugar inhóspito y mundano a la vez.

Ella prefería arriesgarse a contar con algunas hojitas amarillentas en el follaje de su diminuto vergel, por regar a la hora en que el sol se descolgaba con mayor arrojo en el horizonte, que permitir la muerte de sus plantas. Para Argelina Vicenta las flores eran su máxima locura y predilección. Entre sus formas y aromas encontraba un placer sin igual, la alegría de vivir, el descanso de sus angustias y la exhumación de
sus problemas en su modesta vida. A medida que humedecía sus plantas de rosas, las calas peregrinas y las violetas del jardín, le recordaron su niñez en la rivera de los Aceviños. Aquel pequeño poblado estaba en la urbe de la comarca del Cedro, donde el gofio fino, grisáceo y oloroso, era diariamente molido por los pobladores de la zona.

A través de la salpicadura de sus matas ella conmemoraba, entre savia y el verdor de los helechos, sus caminatas por la vieja España. Recordaba sus andanzas por entre manojos de berros olorosos y
esmeraldinos, riachuelos aventureros atravesados por ovejas, vacas y  cochinos  que en la rivera solariega, hacían fiesta todos los días.

Recordaba el momento en que ella subía la cuesta, empinada y pedregosa, hasta llegar a la fuente verdinegra del fondo del pueblo, adornada con grandes hortensias nazarenas y cantaros de barro enrojecido, matizados por un musgo fino y bien oliente. Argelina se acostumbró, desde su niñez, al trabajo franco y a la vida del campo, en la que la naturaleza hace buenos regalos para aquellos que realizan un esfuerzo en el cultivo y la cría. Nunca regresó con las manos vacías a la casa de sus abuelos donde pasó su infancia hasta su adolescencia.

Hermigua era entonces un pueblito de agricultores y labriegos donde la vida transcurría lerdamente con los embates de las estaciones climáticas. Las castañas, el queso, el pescado ahumado, las papas arrugadas y los
Hermigua, La Gomera, Islas Canarias
higos picos, acompañados por atoles de fresco gofio, persiguieron su recuerdo hasta el exótico Caribe.

Cantando risueñamente en el trabajo, la vida se abría en un solo compás a través de los recuerdos de su lejana Canarias. La melancolía por España reencarnaban imágenes del pasado, todas frescas y reverberantes en cada labor casera del nuevo mundo. El pueblo donde transcurrió su niñez tomaba fuerza en sus remembranzas cálidas cuando se disponía a realizar los baldeos en su jardín.

- Cuidado me rompan las matas, porque los zurro -,  vociferó energúmenamente Argelina al momento que los jugadores trepidantes emprendían la huida desesperada hacia las afueras del patio de la casa para
recuperar la acidez del buen partido. Manolito, el mayor de sus hijos mandaba en el bate, mientras Pepucho e Isrrael  formaron parte del escuadrón contrario.

Inquieta y velozmente extendió la manguera, desatornilló la llave oxidada e inició baldeo. Luego con ojos inquietos buscó el rosal imperial que desde la noche anterior le auguraba el esplendido regalo con una magnifica flor rosada. Sería, probablemente un rosetón grande, nacarado y perfecto que amanecería con el nuevo día. Sin escrutarlo en el lugar de costumbre donde había dormido la noche anterior comenzó la búsqueda.
Escruto desesperadamente con la precisión de un felino hambriento todos los rincones del jardín. Fue entonces cuando Hilda, su hija menor, saltó de dolor por primera vez y sintió un amargo velo de la angustia que se inyecto en su diminuto cuerpo, al momento en que su madre se percató de la ausencia de la planta.

Sin rastro de la rosa, la maceta, la tierra abonada, el soporte de metal y el platón de cerámica, Argelina se encendió en colérico llanto. Todo cuanto compró con gran esfuerzo para mantener la humedad de la planta durante el mediodía, cuando el calor de la costa marina arreciaba con más fiereza; todo aquello que con delicada precisión había sembrado en la ribera de
su rosal especial, -como ella mismo lo bautizó-,
desapareció de repente y sin explicación alguna en una sola noche. El colorido y la belleza vibrante de su pequeña plantación se esfumaron, inexplicablemente, del huerto floreado de Argelina Vicenta.

Francisco, sin precisar rigurosamente el lugar, presagió la angustia honda de Doña Argelina Vicenta y de su pequeña hija, ante la pérdida del rosal de Asís.

Entonces él, transfigurado en su santidad, cerró los ojos con recogimiento e inició sus plegarias, descorriendo todo velo del misterio en la vida humana, a través del inabarcable calendario del porvenir.

Fue entonces cuando sin más aliento Argelina Vicenta comenzó a gritar con furia, tenía las manos asidas sobre la cabeza, mientras se agachaba por entre los chaguaramos y los mangos del patio buscando la maceta rojiza portadora de su rosal.
_ Esa mata no tiene espinas_, roncó en voz bajita en medio de un fuerte ataque de nervios mientras las lágrimas le rociaron el rostro descompuesto.
_ Ese rosal fue lo único valioso que me traje de España y cuanto, si lo sabré yo, me costó que sobreviviera al calor y los bamboleos del bendito barco_, susurró adolorida mientras examinó la ausencia de su planta por todos los recovecos.

Luego, batió la puerta y revisó meticulosamente hasta lo profundo de la casa. Se asomó bajo las camas y escudriñó la despensa. Frenética de dolor, tomó la vieja escalera de madera y subió a la azotea para explorar el paradero de su rosal. Divisó el resto de los
jardines aledaños, estudio el mapa vegetal de todas las cosas como un general a punto de iniciar la guerra. Pero todos sus esfuerzos fueron inútiles en su encuentro desesperado pues la maceta con su rosal no lo encontró por ninguna parte.

Fue tal el escándalo que Argelina Vicenta formó en su jardín que logró disolver el partido de béisbol de sus hijos. Los niños asustados terminaron por acercarse presurosamente hasta los barrotes del patio para así poder conocer los motivos del sufrimiento de su madre. Al mismo tiempo, los transeúntes y los muchos visitantes aledaños, curiosos como impone la casta criolla, se interesaron por la gritería delirante de la española en la búsqueda de su nacarado rosal.

Cuando Argelina se percató de la ausencia definitiva del rosal, se sentó adolorida en una banquillo de madera que usaba para sembrara matas nuevas y comenzó un llanto largo, hondo y desconsolado. Manolo y Pepucho saltaron la reja para acariciar el rostro de su madre, mientras Israel entristecido
comenzó un gimoteo pueril apoyado en las afueras de la verja. Ninguno de sus tres hijos podía dar consuelo al dolor de su madre por la pérdida del rosal sin espinas. Para ese tiempo, Hilda, inyectada con un sufrimiento profundo desconocía la verdad de todos sus males.

El fraile levantó la vista hacia el cielo y vio como un relámpago veloz cruzó las alturas refrescadas, al tiempo que una lluvia suave le roció el rostro. Él, abrió
la boca para sentir el agua clara en su garganta y repasó suavemente la tersura de las flores acariciando los rosales con la mano. Después, con el rostro humedecido de suave rocío, inició su tránsito heráldico hacia lo profundo de los rosales más lejanos.

De la nada, Argelina Vicenta escuchó una voz grave que acérrimamente atravesó el portal principal de su pequeña casucha. El sol cortaba la piel y el aire salado de orilla de playa se colaba por entre las hojas de los cocoteros en la calle principal. La línea de taxi asentada frente al portal de su casa vociferaba rutas varias y auguraba cualquier nueva travesía.

_ Si quiere recuperar su mata de rosal acérquese a la verja y le cuento lo que sé_, escuchó la mujer entre lágrimas y consolaciones pueriles de sus hijos.
 _ ¿Quién es, quién está ahí?_, inquirió la Vicenta entre jadeos socarrones desembarazándose de las manitas entierradas de sus hijos que se esforzaban por darle consuelo.

Argelina se incorporó como un resorte  asombrándose al descubrir la altura monumental del hombre que, vestido de negro, se erigía en el portal de su casa. Llevaba puesto un bonete negro de luna nueva y sosteniendo un cigarro encendido en la mitad de la boca. El humo le cubría el rostro y los ojos dándole un aura de fantasma. Se trataba de un
hombre blanco, con barba en forma de candado y grandes ojos tan profundos como acaramelados que le infundieron a la mujer un miedo gélido. Él, clavó sus pupilas sobre la sorprendida mujer y le replicó lanzando una bocanada grisácea:

_ Fue el señor Chocho_; y torció la cabeza hacia el cielo.
_Fue el alemán de la línea la persona que le robo el rosal, Señora mía. El hombre le tenía el ojo puesto a la planta desde hace mucho tiempo. Hace días me relató, parado allí al lado del anuncio de caramelos, que se
trataba de un rosal muy, pero muy especial. Dijo que la consideraba un gran amuleto porque traía suerte a la persona que la poseyera _;
Luego con una sonrisa burlona entre dientes remató:
_ No me pregunte más que hasta allí le puedo contar_, y concluyó manteniendo la vista en el horizonte y jadeando una nueva humareda blanquecina por la boca y la nariz.

Argelina Vicenta con el rostro enardecido por la ira con la rugió
_ Susana acércate para que cuides con los niños _,  al momento que se arrancó el pañuelo y los rollos de la cabeza de un solo tirón. Luego, se sacudió la cabellera, le entregó los atavíos del pelo a su hermana menor recién y concluyó con un enfático;
_ Regreso pronto. Voy a resolver un problemita_ y miró a los ojos melaos e inocentes de la pequeña Susana ordenándole;
_ Sírveles la comida a los muchachos y acuéstalos a dormir. Ah, y por cierto, que no salga nadie de la casa
hasta que yo no regrese de la diligencia _.
La rubia, sin intercambiar palabra, se adueñó del pañuelo y de los atavíos de peluquería de su hermana mayor, recogió a los niños llevándolos a lo profundo de la casa y cerró la puerta sin mediar ni una palabra más.

Argelina Vicenta viró sus ojos hacia el hombre que escéptico mantenía la mirada más allá del sol inquiriéndole
_ Hágame una carrerita hasta la casa del alemán que yo le pago el servicio, por favor señor_.

El interlocutor taciturno terminó de sorber lerdamente una última bocanada del cigarro. Luego, miró por encima de sus lentes oscuros, los ojos dorados de leona de la Argelina Vicenta que bajo el fuego del sol y
entre la indignación del robo brillaban con más intensidad que de costumbre y le replicó:
_ Móntese en el carro señora que yo la llevo hasta el sitio. Mi auto es el de color azul _.

Durante el recorrido la sangre de Argelina Vicenta bullía aceleradamente, tan fuerte que sintió un leve desfallecimiento. Paralelamente, Hilda, amparada en el vientre hinchado de su madre se estremeció en silencio, flotando entre la placenta y la sangre. Pero como fue su costumbre a lo largo de su existencia, Hilda de la Coromoto, resguardada dentro de las entrañas de Argelina Vicenta le proporcionaba ánimos para terminar con el rescate del rosal.

Llegaron rápidamente hasta las puertas de una ranchería maloliente y pintorreteada de añil. Valientemente, la mujer descendió resuelta exponiéndole al chofer un;
_ Espéreme aquí que ya regreso, es solo un momentico por favor_.
Entonces se arremangó la falda y se apretó bien el guardapolvo a la empinada barriga mirando como gallo de pelea. Corrió hasta lo profundo de las casitas
deformes y divagó por entre mirones y chismosos acuñadas en las esquinas. Preguntó a varias personas por el paradero del taxista ladrón de rosales hasta que llegó a un grupito de borrachos con ánimos de desalmados que con cierto escepticismo, se deleitaron mirándola.

Francisco experimentó el placer de lo bello y perfecto al observar los imponentes rosales de Asís, florecidos a esa hora escaldada de la primavera. El corazón de Argelina Vicenta se agitó por la desesperación de encontrar al ladrón y fue entonces cuando miró hacia lo profundo de un viejo corredor. Allí, en el fondo y entre la sombra de unos cachivaches viejos yacía triste y escondida su maceta. A pesar del movimiento se mostró erguida con la magnanimidad de la rosa abierta.

Francisco, extasiado con la hermosura de las flores multicolores y con el alma henchida de felicidad por el privilegio de sentir la obra perfecta de Dios, impulsó su cuerpo, lo elevó por encima de los grandes rosales
y se abalanzó sobre todas ellas para sentir en carne propia la esencia de lo bello a través de todos los poros de su cuerpo.

Los rosales, sabiendo la nobleza del sacerdote de Asís, fruncieron todas sus hirientes espinas y no dañar el cuerpo del hombre justo. Y fue en el instante en el que Argelina Vicenta cargó su tiesto, se lo incrustó trabajosamente debajo de su gran barriga donde descansaba Hilda y con valentía caminó de regreso por el medio de la rancia muchedumbre hasta la puerta del taxi. Se incorporó en el asiento de atrás del carro que se alejó presurosamente destilando colorido y buen aroma por la rosa descolgada que se asomaba a través de la ventana trasera como despidiéndose de la muchedumbre impresionada. Francisco quedó relajado en medio del aroma de las hojitas y la suavidad de los pétalos de rosas.

_ Es una rosal franciscano señora el que carga usted en la vasija_; replicó estoico el chofer, mirando el rostro feliz de Argelina a través del retrovisor del automóvil. Ella inquieta interrogó,
_ ¿Un rosal franciscano?, ¿Qué cuento es ese?…, no sé qué me dice?_, repuso la abultada mujer. Lentamente y durante el trayecto de vuelta el chofer explicó el nacimiento del rosal sin espinas de Asís rememoró la vida San Francisco. En ese instante, un fraile tan grande como un árbol tomó por los  por los hombros al cura, lo ayudó a enderezarse y desembrazarse de la magia de los rosales, suaves y sin espinas.

Francisco, el santo, agradeció al fraile su caridad por ayudarlo a levantarse, al tiempo que Argelina Vicenta meditabunda y feliz por el rescate de su planta,
preguntó el nombre de su chofer, no sin antes agradecerle la ayuda recibida con el corazón en la mano.
_ Jaime, me Llamo Jaime y estoy a su servicio señora Argelina_.

En ese momento, Francisco regresó por entre los caminos de musgos. Le colocó la mano fraterna sobre el hombro al otro hombre diciéndole un misericordioso,
_ Gracias hermano Jaime por la ayuda, que Dios lo bendiga_.

De regreso a la iglesia, las rosas milagrosas también agradecieron a Jaime la ayuda recibida. Y durante la travesía de regreso a la iglesia comenzaron a aflorara miles de botones multicolores de las cuales como
música celeste emergieron grandes  cantidades rosas que acompañaron la marcha amorosa de los dos hombres santos.

Muchos años después, cuando Argelina Vicenta se convirtió en una anciana enjuta, aterrorizada con el rugir de todos sus fantasmas invitándola a la muerte, la asolaba el mismo pánico de antaño.

A media noche, sin bata, ni un buen abrigo que le cubriese el cuerpo enclenque se arrastraba sola, en su desleído pijama, asida a las paredes rocosas de su casa para no desmoronarse. Argelina Vicenta, la
bisabuela, repelida por las tinieblas llegaba ciega al jardín. Perdida allí, en medio de la noche honda se mantenía jadeando de sobrecogimiento y únicamente con el tacto intentaba reconocer, postrada sobre la tierra húmeda, su añeja planta incondicional que fielmente la acompañó a través de los años, en toda su larga vida.

A la vera del olor de los grandes rosales, que ahora se hallaban hundido en las tinieblas para ella, reencarnó el mismo sofoco atormentado de otros tiempos y el mismo terror infantil, al recordar los demoníacos búhos carniceros. Solamente la tufarada almizclada de las rosas sin espinas de Asís y la suave mano amiga de San francisco rozándole la sien, lograban devolverle el último ánimo de vida.

Pero una noche lúgubre, Jaime el chófer de antaño  que la ayudó a rescatar su rosal franciscano, la visitó implacable y la condujo segura por los derroteros de la muerte. Ella caminó tras él cargando el tiesto del rosal milagroso con las dos manos.

En la mañana siguiente Hilda se asomó al balcón de su casa para contemplar el amanecer, pero sólo alcanzó a ver a su madre tendida en el suelo. Se hallaba postrada en medio de palos y hojas secas,
amarillentas. Todo el jardín de Argelina Vicenta, en una sola noche, se convirtió en maleza reseca y amorfa. Entonces, regreso a la profundo de su habitación, tomó un baño y se vistió de negro como una viuda.

Muchas horas después, durante el entierro de la anciana, su pequeña bisnieta, Susana Argelina, llegó
cantando al fondo del solar. Sacudió un pote grande de arcilla morada y plantó un retoño del rosal franciscano que yacía enterrado en una bolsa negra. San Francisco y Jaime la ayudaron en silencio.
Fin


La Espectacular Argelia Herrera, fanática de su rosal Franciscano

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