El rosal Franciscano de Argelina Vicenta
Dedicado
a San Francisco de Asís,
A la
tía Argelia Herrera,
A
todos los ecologistas que trabajan en beneficio de la vida,
Y
al ocurrente y enigmático Jaime Mas,
Por
su erudita elocuencia
![]() |
Jaime Mas, El Elocuente |
Cuando
el santo perplejizó su intuición ante el aroma intenso y colorido de las rosas
de Asís, en la última primavera de su vida, creció su admiración y regocijo por
la bella naturaleza. Al fraile se le reveló en los ojos la perfección esencial
de todas las cosas existentes por la obra de Dios, tan sólo al detenerse y orar
junto a la frescura bailarina de las flores. Era una mañana destellante, colmada
con divinos perfumes y electrizantes brillos coloridos.
Francisco
fue bendecido por lo sagrado desde su más tierna juventud. Llevaba marcado los
estigmas divinos y sentía un fino deleite por la música alegre y el buen
mazapán. Cargó la cruz del perdón en aras del amor universal en un tiempo donde la avaricia y el egoísmo tomaron la casa de Dios. Su infinita elocuencia le permitió acoplarse, mansamente, con todas y cada una de las partes de la naturaleza. Ese día, como de costumbre, dialogó largamente con sus hermanas las rosas. Para él, todos los seres existentes sobre la faz de la tierra eran hechura del creador y eran portadores de los destellos divinos. Todo lo vivo se hermanaba gracias al amor a Dios.
mazapán. Cargó la cruz del perdón en aras del amor universal en un tiempo donde la avaricia y el egoísmo tomaron la casa de Dios. Su infinita elocuencia le permitió acoplarse, mansamente, con todas y cada una de las partes de la naturaleza. Ese día, como de costumbre, dialogó largamente con sus hermanas las rosas. Para él, todos los seres existentes sobre la faz de la tierra eran hechura del creador y eran portadores de los destellos divinos. Todo lo vivo se hermanaba gracias al amor a Dios.
_ ¿Cómo amanecieron mis hermanas rosas?; parece que
están más esplendorosas que nunca_; roció el cura entre dientes,
en voz bajita y con buen latín, mientras ellas, tímidas y agradecidas por los
elogios del bienaventurado, se regocijaron de alegría.
Mostrabase
una mañana clara, cuando las frondosas rosas de Asís matizaron la temporada del
amor, más coquetas y esponjadas que de costumbre, ofreciéndole al fraile de la
hermandad un diminuto regalo de amor. Él, se las quedó mirando con la fijeza
del artista a su obra, encontrando en los bordes ondulados de los pétalos y en la frescura de cada tiño tornasolado, el colorido estético del buen arte. Y mientras el hombre santo se llenó de nuevas videncias, ocurrió que las rosas comenzaron el murmullo de sus planes futuros, pues desde hacia tiempo atrás, ellas bien conocían el comportamiento inesperado del venerable bailarín de Asís.
del artista a su obra, encontrando en los bordes ondulados de los pétalos y en la frescura de cada tiño tornasolado, el colorido estético del buen arte. Y mientras el hombre santo se llenó de nuevas videncias, ocurrió que las rosas comenzaron el murmullo de sus planes futuros, pues desde hacia tiempo atrás, ellas bien conocían el comportamiento inesperado del venerable bailarín de Asís.
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De
pronto y como tornado, asediada por el tiempo y con la necesidad de presentar
el almuerzo a la hora correcta, embistió azarosamente, por la puerta principal, la señora Argelina Vicenta. Era la
española dueña de la lonchería de la esquina. La enérgica
mujer, ataviada con su delantal amarillo, bordado con grandes girasoles y pajaritos voladores, moviéndose al compás de sus pasos de jardinera, llevaba enroscada una pañoleta de seda que ocultaba los grandes rollos que atornillaban sus lacios cabellos cobrizos.
mujer, ataviada con su delantal amarillo, bordado con grandes girasoles y pajaritos voladores, moviéndose al compás de sus pasos de jardinera, llevaba enroscada una pañoleta de seda que ocultaba los grandes rollos que atornillaban sus lacios cabellos cobrizos.
Con
la naturalidad del que está acostumbrado a la brega diaria, tomó la manguera
verdolaga, que desordenada naufragaba en el centro de su patio y comenzó el
riego matutino. Entre tanto, sus hijos mantuvieron la tensión del partido de
béisbol en las afueras de casa. Las duchas del jardín mitigaron longevamente el
calor metálico en la mañana guaireña.
El
puerto de la Guiara
era entonces, un lugar que combinaba grandes y ricos cargamentos de mercancías,
tropeles de polizontes y picaros desterrados en tránsito internacional,
trabajadores a
destajo, combinado con humildes hogares que se adormecían bajo e
mismo sol marino. Las palmeras, el agua de coco y los bramidos de los chóferes vociferantes
hacían de la entrada de su casa un lugar inhóspito y mundano a la vez.
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Puerto de la Guaira 1940. Venezuela |
Ella
prefería arriesgarse a contar con algunas hojitas amarillentas en el follaje de
su diminuto vergel, por regar a la hora en que el sol se descolgaba con mayor
arrojo en el horizonte, que permitir la muerte de sus plantas. Para Argelina
Vicenta las flores eran su máxima locura y predilección. Entre sus formas y
aromas encontraba un placer sin igual, la alegría de vivir, el descanso de sus
angustias y la exhumación de
sus problemas en su modesta vida. A medida que humedecía sus plantas de rosas, las calas peregrinas y las violetas del jardín, le recordaron su niñez en la rivera de los Aceviños. Aquel pequeño poblado estaba en la urbe de la comarca del Cedro, donde el gofio fino, grisáceo y oloroso, era diariamente molido por los pobladores de la zona.
sus problemas en su modesta vida. A medida que humedecía sus plantas de rosas, las calas peregrinas y las violetas del jardín, le recordaron su niñez en la rivera de los Aceviños. Aquel pequeño poblado estaba en la urbe de la comarca del Cedro, donde el gofio fino, grisáceo y oloroso, era diariamente molido por los pobladores de la zona.
A
través de la salpicadura de sus matas ella conmemoraba, entre savia y el verdor
de los helechos, sus caminatas por la vieja España. Recordaba sus andanzas por
entre manojos de berros olorosos y
esmeraldinos, riachuelos aventureros atravesados por ovejas, vacas y cochinos que en la rivera solariega, hacían fiesta todos los días.
esmeraldinos, riachuelos aventureros atravesados por ovejas, vacas y cochinos que en la rivera solariega, hacían fiesta todos los días.
Recordaba
el momento en que ella subía la cuesta, empinada y pedregosa, hasta llegar a la
fuente verdinegra del fondo del pueblo, adornada con grandes hortensias
nazarenas y cantaros de barro enrojecido, matizados por un musgo fino y bien
oliente. Argelina se acostumbró, desde su niñez, al trabajo franco y a la vida
del campo, en la que la naturaleza hace buenos regalos para aquellos que
realizan un esfuerzo en el cultivo y la cría. Nunca regresó con las manos vacías
a la casa de sus abuelos donde pasó su infancia hasta su adolescencia.
Hermigua
era entonces un pueblito de agricultores y labriegos donde la vida transcurría
lerdamente con los embates de las estaciones climáticas. Las castañas, el
queso, el pescado ahumado, las papas arrugadas y los
higos picos, acompañados por
atoles de fresco gofio, persiguieron su recuerdo hasta el exótico Caribe.
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Hermigua, La Gomera, Islas Canarias |
Cantando
risueñamente en el trabajo, la vida se abría en un solo compás a través de los
recuerdos de su lejana Canarias. La melancolía por España reencarnaban imágenes
del pasado, todas frescas y reverberantes en cada labor casera del nuevo mundo.
El pueblo donde transcurrió su niñez tomaba fuerza en sus remembranzas cálidas cuando
se disponía a realizar los baldeos en su jardín.
- Cuidado me rompan las matas, porque los
zurro -, vociferó energúmenamente Argelina
al momento que los jugadores trepidantes emprendían la huida desesperada hacia
las afueras del patio de la casa para
recuperar la acidez del buen partido. Manolito, el mayor de sus hijos mandaba en el bate, mientras Pepucho e Isrrael formaron parte del escuadrón contrario.
recuperar la acidez del buen partido. Manolito, el mayor de sus hijos mandaba en el bate, mientras Pepucho e Isrrael formaron parte del escuadrón contrario.
Inquieta
y velozmente extendió la manguera, desatornilló la llave oxidada e inició baldeo.
Luego con ojos inquietos buscó el rosal imperial que desde la noche anterior le
auguraba el esplendido regalo con una magnifica flor rosada. Sería,
probablemente un rosetón grande, nacarado y perfecto que amanecería con el
nuevo día. Sin escrutarlo en el lugar de costumbre donde había dormido la noche
anterior comenzó la búsqueda.
Escruto desesperadamente con la precisión de un felino hambriento todos los rincones del jardín. Fue entonces cuando Hilda, su hija menor, saltó de dolor por primera vez y sintió un amargo velo de la angustia que se inyecto en su diminuto cuerpo, al momento en que su madre se percató de la ausencia de la planta.
Escruto desesperadamente con la precisión de un felino hambriento todos los rincones del jardín. Fue entonces cuando Hilda, su hija menor, saltó de dolor por primera vez y sintió un amargo velo de la angustia que se inyecto en su diminuto cuerpo, al momento en que su madre se percató de la ausencia de la planta.
Sin
rastro de la rosa, la maceta, la tierra abonada, el soporte de metal y el
platón de cerámica, Argelina se encendió en colérico llanto. Todo cuanto compró
con gran esfuerzo para mantener la humedad de la planta durante el mediodía, cuando
el calor de la costa marina arreciaba con más fiereza; todo aquello que con
delicada precisión había sembrado en la ribera de
su rosal especial, -como ella
mismo lo bautizó-,
desapareció de repente y sin explicación alguna en una sola
noche. El colorido y la belleza vibrante de su pequeña plantación se esfumaron,
inexplicablemente, del huerto floreado de Argelina Vicenta.
Francisco,
sin precisar rigurosamente el lugar, presagió la angustia honda de Doña Argelina
Vicenta y de su pequeña hija, ante la pérdida del rosal de Asís.
Entonces él, transfigurado en su santidad, cerró los ojos con recogimiento e inició sus plegarias, descorriendo todo velo del misterio en la vida humana, a través del inabarcable calendario del porvenir.
Entonces él, transfigurado en su santidad, cerró los ojos con recogimiento e inició sus plegarias, descorriendo todo velo del misterio en la vida humana, a través del inabarcable calendario del porvenir.
Fue
entonces cuando sin más aliento Argelina Vicenta comenzó a gritar con furia,
tenía las manos asidas sobre la cabeza, mientras se agachaba por entre los chaguaramos
y los mangos del patio buscando la maceta rojiza portadora de su rosal.
_ Esa mata no tiene espinas_, roncó en voz
bajita en medio de un fuerte ataque de nervios mientras las lágrimas le
rociaron el rostro descompuesto.
_ Ese rosal fue lo único valioso que me traje
de España y cuanto, si lo sabré yo, me costó que sobreviviera al calor y los
bamboleos del bendito barco_, susurró adolorida mientras examinó la ausencia
de su planta por todos los recovecos.
Luego,
batió la puerta y revisó meticulosamente hasta lo profundo de la casa. Se asomó
bajo las camas y escudriñó la despensa. Frenética de dolor, tomó la vieja
escalera de madera y subió a la azotea para explorar el paradero de su rosal.
Divisó el resto de los
jardines aledaños, estudio el mapa vegetal de todas las cosas como un general a punto de iniciar la guerra. Pero todos sus esfuerzos fueron inútiles en su encuentro desesperado pues la maceta con su rosal no lo encontró por ninguna parte.
jardines aledaños, estudio el mapa vegetal de todas las cosas como un general a punto de iniciar la guerra. Pero todos sus esfuerzos fueron inútiles en su encuentro desesperado pues la maceta con su rosal no lo encontró por ninguna parte.
Fue
tal el escándalo que Argelina Vicenta formó en su jardín que logró disolver el
partido de béisbol de sus hijos. Los niños asustados terminaron por acercarse presurosamente
hasta los barrotes del patio para así poder conocer los motivos del sufrimiento
de su madre. Al mismo tiempo, los transeúntes y los muchos visitantes aledaños,
curiosos como impone la casta criolla, se interesaron por la gritería delirante
de la española en la búsqueda de su nacarado rosal.
Cuando
Argelina se percató de la ausencia definitiva del rosal, se sentó adolorida en
una banquillo de madera que usaba para sembrara matas nuevas y comenzó un
llanto largo, hondo y desconsolado. Manolo y Pepucho saltaron la reja para
acariciar el rostro de su madre, mientras Israel entristecido
comenzó un gimoteo pueril apoyado en las afueras de la verja. Ninguno de sus tres hijos podía dar consuelo al dolor de su madre por la pérdida del rosal sin espinas. Para ese tiempo, Hilda, inyectada con un sufrimiento profundo desconocía la verdad de todos sus males.
comenzó un gimoteo pueril apoyado en las afueras de la verja. Ninguno de sus tres hijos podía dar consuelo al dolor de su madre por la pérdida del rosal sin espinas. Para ese tiempo, Hilda, inyectada con un sufrimiento profundo desconocía la verdad de todos sus males.
El
fraile levantó la vista hacia el cielo y vio como un relámpago veloz cruzó las
alturas refrescadas, al tiempo que una lluvia suave le roció el rostro. Él,
abrió
la boca para sentir el agua clara en su garganta y repasó suavemente la tersura de las flores acariciando los rosales con la mano. Después, con el rostro humedecido de suave rocío, inició su tránsito heráldico hacia lo profundo de los rosales más lejanos.
la boca para sentir el agua clara en su garganta y repasó suavemente la tersura de las flores acariciando los rosales con la mano. Después, con el rostro humedecido de suave rocío, inició su tránsito heráldico hacia lo profundo de los rosales más lejanos.
De
la nada, Argelina Vicenta escuchó una voz grave que acérrimamente atravesó el
portal principal de su pequeña casucha. El sol cortaba la piel y el aire salado
de orilla de playa se colaba por entre las hojas de los cocoteros en la calle
principal. La línea de taxi asentada frente al portal de su casa vociferaba rutas
varias y auguraba cualquier nueva travesía.
_ Si quiere recuperar su mata de rosal
acérquese a la verja y le cuento lo
que sé_, escuchó la mujer entre lágrimas y consolaciones pueriles de sus
hijos.
_ ¿Quién
es, quién está ahí?_, inquirió la Vicenta entre jadeos socarrones desembarazándose
de las manitas entierradas de sus hijos que se esforzaban por darle consuelo.
Argelina
se incorporó como un resorte asombrándose
al descubrir la altura monumental del hombre que, vestido de negro, se erigía en
el portal de su casa. Llevaba puesto un bonete negro de luna nueva y sosteniendo
un cigarro encendido en la mitad de la boca. El humo le cubría el rostro y los
ojos dándole un aura de fantasma. Se trataba de un
hombre blanco, con barba en forma de candado y grandes ojos tan profundos como acaramelados que le infundieron a la mujer un miedo gélido. Él, clavó sus pupilas sobre la sorprendida mujer y le replicó lanzando una bocanada grisácea:
hombre blanco, con barba en forma de candado y grandes ojos tan profundos como acaramelados que le infundieron a la mujer un miedo gélido. Él, clavó sus pupilas sobre la sorprendida mujer y le replicó lanzando una bocanada grisácea:
_ Fue el señor Chocho_; y torció la cabeza
hacia el cielo.
_Fue el alemán de la línea la persona que le robo el
rosal, Señora mía. El hombre le tenía el ojo puesto a la planta desde hace mucho
tiempo. Hace días me relató, parado allí al lado del anuncio de caramelos, que se
trataba de un rosal muy, pero muy especial. Dijo que la consideraba un gran amuleto porque traía suerte a la persona que la poseyera _;
trataba de un rosal muy, pero muy especial. Dijo que la consideraba un gran amuleto porque traía suerte a la persona que la poseyera _;
Luego
con una sonrisa burlona entre dientes remató:
_ No me pregunte más que hasta allí le puedo contar_,
y concluyó manteniendo la vista en el horizonte y jadeando una nueva humareda
blanquecina por la boca y la nariz.
Argelina
Vicenta con el rostro enardecido por la ira con la rugió
_ Susana acércate para que cuides con los
niños _, al momento que se arrancó
el pañuelo y los rollos de la cabeza de un solo tirón. Luego, se sacudió la
cabellera, le entregó los atavíos del pelo a su hermana menor recién y concluyó
con un enfático;
_ Regreso pronto. Voy a resolver un problemita_
y miró a los ojos melaos e inocentes de la pequeña Susana ordenándole;
_ Sírveles la comida a los muchachos y acuéstalos a
dormir. Ah, y por cierto, que no salga nadie de la casa
hasta que yo no regrese de la diligencia _.
hasta que yo no regrese de la diligencia _.
La
rubia, sin intercambiar palabra, se adueñó del pañuelo y de los atavíos de
peluquería de su hermana mayor, recogió a los niños llevándolos a lo profundo
de la casa y cerró la puerta sin mediar ni una palabra más.
Argelina
Vicenta viró sus ojos hacia el hombre que escéptico mantenía la mirada más allá
del sol inquiriéndole
_ Hágame una carrerita hasta la casa del
alemán que yo le pago el servicio, por favor señor_.
El
interlocutor taciturno terminó de sorber lerdamente una última bocanada del
cigarro. Luego, miró por encima de sus lentes oscuros, los ojos dorados de leona
de la Argelina
Vicenta que bajo el fuego del sol y
entre la indignación del robo brillaban con más intensidad que de costumbre y le replicó:
entre la indignación del robo brillaban con más intensidad que de costumbre y le replicó:
_ Móntese en el carro señora que yo la llevo
hasta el sitio. Mi auto es el de color azul _.
Durante
el recorrido la sangre de Argelina Vicenta bullía aceleradamente, tan fuerte
que sintió un leve desfallecimiento. Paralelamente, Hilda, amparada en el
vientre hinchado de su madre se estremeció en silencio, flotando entre la placenta
y la sangre. Pero como fue su costumbre a lo largo de su existencia, Hilda de la Coromoto , resguardada dentro
de las entrañas de Argelina Vicenta le proporcionaba ánimos para terminar con
el rescate del rosal.
Llegaron
rápidamente hasta las puertas de una ranchería maloliente y pintorreteada de
añil. Valientemente, la mujer descendió resuelta exponiéndole al chofer un;
_ Espéreme aquí que ya regreso, es solo un
momentico por favor_.
Entonces
se arremangó la falda y se apretó bien el guardapolvo a la empinada barriga mirando
como gallo de pelea. Corrió hasta lo profundo de las casitas
deformes y divagó por entre mirones y chismosos acuñadas en las esquinas. Preguntó a varias personas por el paradero del taxista ladrón de rosales hasta que llegó a un grupito de borrachos con ánimos de desalmados que con cierto escepticismo, se deleitaron mirándola.
deformes y divagó por entre mirones y chismosos acuñadas en las esquinas. Preguntó a varias personas por el paradero del taxista ladrón de rosales hasta que llegó a un grupito de borrachos con ánimos de desalmados que con cierto escepticismo, se deleitaron mirándola.
Francisco
experimentó el placer de lo bello y perfecto al observar los imponentes rosales
de Asís, florecidos a esa hora escaldada de la primavera. El corazón de
Argelina Vicenta se agitó por la desesperación de encontrar al ladrón y fue
entonces cuando miró hacia lo profundo de un viejo corredor. Allí, en el fondo
y entre la sombra de unos cachivaches viejos yacía triste y escondida su maceta.
A pesar del movimiento se mostró erguida con la magnanimidad de la rosa
abierta.
Francisco,
extasiado con la hermosura de las flores multicolores y con el alma henchida de
felicidad por el privilegio de sentir la obra perfecta de Dios, impulsó su cuerpo,
lo elevó por encima de los grandes rosales
y se abalanzó sobre todas ellas para sentir en carne propia la esencia de lo bello a través de todos los poros de su cuerpo.
y se abalanzó sobre todas ellas para sentir en carne propia la esencia de lo bello a través de todos los poros de su cuerpo.
Los
rosales, sabiendo la nobleza del sacerdote de Asís, fruncieron todas sus
hirientes espinas y no dañar el cuerpo del hombre justo. Y fue en el instante en
el que Argelina Vicenta cargó su tiesto, se lo incrustó trabajosamente debajo
de su gran barriga donde descansaba Hilda y con valentía caminó de regreso por
el medio de la rancia muchedumbre hasta la puerta del taxi. Se incorporó en el
asiento de atrás del carro que se alejó presurosamente destilando colorido y
buen aroma por la rosa descolgada que se asomaba a través de la ventana trasera
como despidiéndose de la muchedumbre impresionada. Francisco quedó relajado en
medio del aroma de las hojitas y la suavidad de los pétalos de rosas.
_ Es una rosal franciscano señora el que carga
usted en la vasija_; replicó estoico el chofer, mirando el rostro feliz de Argelina
a través del retrovisor del automóvil. Ella inquieta interrogó,
_
¿Un rosal franciscano?, ¿Qué cuento es
ese?…, no sé qué me dice?_, repuso la abultada mujer. Lentamente y durante
el trayecto de vuelta el chofer explicó el nacimiento del rosal sin espinas de
Asís rememoró la vida San Francisco. En ese instante, un fraile tan grande como
un árbol tomó por los por los hombros al
cura, lo ayudó a enderezarse y desembrazarse de la magia de los rosales, suaves
y sin espinas.
Francisco, el santo, agradeció al fraile su caridad por ayudarlo a levantarse, al tiempo que Argelina Vicenta meditabunda y feliz por el rescate de su planta,
preguntó el nombre de su chofer, no sin antes agradecerle la ayuda recibida con el corazón en la mano.
_ Jaime, me Llamo Jaime y estoy a su servicio
señora Argelina_.
En
ese momento, Francisco regresó por entre los caminos de musgos. Le colocó la
mano fraterna sobre el hombro al otro hombre diciéndole un misericordioso,
_ Gracias hermano Jaime por la ayuda, que Dios
lo bendiga_.
De
regreso a la iglesia, las rosas milagrosas también agradecieron a Jaime la
ayuda recibida. Y durante la travesía de regreso a la iglesia comenzaron a
aflorara miles de botones multicolores de las cuales como
música celeste emergieron grandes cantidades rosas que acompañaron la marcha amorosa de los dos hombres santos.
música celeste emergieron grandes cantidades rosas que acompañaron la marcha amorosa de los dos hombres santos.
Muchos
años después, cuando Argelina Vicenta se convirtió en una anciana enjuta,
aterrorizada con el rugir de todos sus fantasmas invitándola a la muerte, la
asolaba el mismo pánico de antaño.
A
media noche, sin bata, ni un buen abrigo que le cubriese el cuerpo enclenque se
arrastraba sola, en su desleído pijama, asida a las paredes rocosas de su casa
para no desmoronarse. Argelina Vicenta, la
bisabuela, repelida por las tinieblas llegaba ciega al jardín. Perdida allí, en medio de la noche honda se mantenía jadeando de sobrecogimiento y únicamente con el tacto intentaba reconocer, postrada sobre la tierra húmeda, su añeja planta incondicional que fielmente la acompañó a través de los años, en toda su larga vida.
bisabuela, repelida por las tinieblas llegaba ciega al jardín. Perdida allí, en medio de la noche honda se mantenía jadeando de sobrecogimiento y únicamente con el tacto intentaba reconocer, postrada sobre la tierra húmeda, su añeja planta incondicional que fielmente la acompañó a través de los años, en toda su larga vida.
A
la vera del olor de los grandes rosales, que ahora se hallaban hundido en las tinieblas
para ella, reencarnó el mismo sofoco atormentado de otros tiempos y el mismo
terror infantil, al recordar los demoníacos búhos carniceros. Solamente la
tufarada almizclada de las rosas sin espinas de Asís y la suave mano amiga de
San francisco rozándole la sien, lograban devolverle el último ánimo de vida.
Pero
una noche lúgubre, Jaime el chófer de antaño
que la ayudó a rescatar su rosal franciscano, la visitó implacable y la
condujo segura por los derroteros de la muerte. Ella caminó tras él cargando el
tiesto del rosal milagroso con las dos manos.
En
la mañana siguiente Hilda se asomó al balcón de su casa para contemplar el
amanecer, pero sólo alcanzó a ver a su madre tendida en el suelo. Se hallaba
postrada en medio de palos y hojas secas,
amarillentas. Todo el jardín de Argelina Vicenta, en una sola noche, se convirtió en maleza reseca y amorfa. Entonces, regreso a la profundo de su habitación, tomó un baño y se vistió de negro como una viuda.
amarillentas. Todo el jardín de Argelina Vicenta, en una sola noche, se convirtió en maleza reseca y amorfa. Entonces, regreso a la profundo de su habitación, tomó un baño y se vistió de negro como una viuda.
Muchas
horas después, durante el entierro de la anciana, su pequeña bisnieta, Susana
Argelina, llegó
cantando al fondo del solar. Sacudió un pote grande de arcilla morada y plantó un retoño del rosal franciscano que yacía enterrado en una bolsa negra. San Francisco y Jaime la ayudaron en silencio.
cantando al fondo del solar. Sacudió un pote grande de arcilla morada y plantó un retoño del rosal franciscano que yacía enterrado en una bolsa negra. San Francisco y Jaime la ayudaron en silencio.
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