LAS TRAPISONDAS DE LA MUERTE Y SU ENAMORADO CONTADOR
Una historia de la vida de personas infames en Revolución y los Orishas Yorubas
Esta historia continuará ... Sábado 11/10/2014
II.
MEJOR ME
MATO
Aquella tarde, el empleado modelo del
ministerio, ¡el mejor de todos!, no pudo, como acostumbraba diariamente, recoger
su
maletín de cuero desleído, así como tampoco, atinó a colocarse la pesada chaqueta,
que por muchos años lo acompañó fielmente a su trabajo, protegiéndolo de las
inclemencias del feroz aire acondicionado.
El contador descendió a través del
destartalado ascensor, sin responder ninguno de los, - hasta mañana-, de siempre, frutos de las celadoras y los vigilantes que con el
pasar de los años ritualizaron su salida, a las cuatro y media
en punto de la
tarde, hora idéntica de vuelta al hogar. Con la conciencia turbada por la
noticia, él se escurrió a empujones entre la gente, diluido en la acostumbrada
multitud vespertina de siempre, hasta los rieles del ferrocarril.
– ¿Qué voy hacer?-, pensó Jorge Luís, sin coordinar bien sus ideas.
La mente sofocada con nubarrones de
indignación y el sudor causado por el apelmazamiento de la muchedumbre, curtió
el cuello de su impecable camisa nevada. Según el último veredicto
de la Firizzola , él por no detectar
un presunto desfalco en las finanzas ministeriales, fue acusado de negligente
en el cumplimiento vital de sus funciones.
- ¡Al
no advertir a tiempo a las autoridades el problema y, en consecuencia es usted,
el verdadero responsable del sobregiro bancario!-; expresó, furiosa la directora de
administración, en su penúltima conversación con el funcionario.
En medio de las cavilaciones y sobresaltos
laborales que expiaba la mente del contador, la señora Abigail, la jefa del
archivo de contabilidad del ministerio, se detuvo justo al lado de él, en el
andén del tren.
-Saludos
jefe, hoy nos volvemos a ver. ¿Qué le
parece? El destino nos une-; dijo
sonriendo satíricamente.
Jorge Luís la miró sin reconocerla como
compañera de trabajo, o más bien, como alguien que tuvo tenido que ver con él
en algún momento de su vida, por lo que le regaló una mueca de
presentación
previa, para luego regresar la vista a la soledad del piso sucio y pateado en el
tren. Abigail se extrañó por la indiferencia sosegada del contador.
Lo cierto fue que, con pruebas o sin ellas,
los directivos del ministerio despidieron a Jorge Luís, sin ningún fundamento
legal y no se le permitió, bajo forma alguna, expresar algún punto de vista
diferente al que los cómplices ministeriales tramaron en la patraña financiera para
expulsar al hombre de su puesto de trabajo.
Con el sueldo perdido, el fututo de él y su
familia se avizoraba funesto e incierto. Ninguna empresa privada estaría
dispuesta a contratar a un contador mayor de cuarenta años, con una carrera
realizada, únicamente en la administración del gobierno, particularmente del
actual movimiento estadal, militar y comunista. Las empresas privadas miraban a
estos funcionarios como espías de los revolucionarios.
Por otra parte, él no contaba con amigos
poderosos o políticos que pudieran ayudarlo. Siempre rehusó su participación en
la militancia partidista y nunca fue un hombre adulador, ni un profesional del
elogio. Lo aburría la zalamería hueca de la politiquería de turno de la cultura
gubernamental.
Por eso rechazaba las conversaciones del
cavo Rojitas, el contabilista II, cada vez que el joven, alabador de corazón,
le advertía:
-Jefecito,
hágame caso acerca de la máxima de la burocracia gubernamental y el jalabolismo
militar. Mire que eso fue lo que yo aprendí en el ejército cuando pagué mi
servicio militar y le digo, que eso me ha servido mucho en la vida. Allí, mis
superiores me decían Rojitas, primero; jalar bola no tiene horario; segundo,
jala bola se arrima y tercero, es preferible jalar en la sombra que echar escardilla
en el sol. No se le olvide compadre, ja, ja, ja -. Jorge Luís detestaba esos comentarios
mediocres de militares flojos e incompetentes.
Abigail era una morena regordeta que usaba
sandalias viejas y ropa de grandes colorines en un poliéster barato de
rebatiñas de mercado popular, muy ajustada a su malformada cintura. Sus eternas
conversaciones no giraban jamás en torno al trabajo, ni a nada que se le asemejase,
pues, su preocupación fundamental era la vida de su marido Carlos y la de sus dos
hijos varones.
- Que son mi orgullo y mi alegría
y claro, por supuesto, también los de mi marido Carlos Fernando-.
Largas tertulias sostenían diariamente los rincones
inconmensurables en los archivos de contabilidad acerca de la bien educada,
correcta y perfecta familia de Abigail.
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- Todo lo hago yo solita. En la noche, poco a poco, a medida que veo
la novela voy planchando y dejo adelantada la comida del día siguiente. Es que
mi marido, Carlos Fernando es honestísimo. Hoy lo llamé por teléfono para contarle
lo que pasó en la oficina del señor Urulo y él me dijo que no metiera en eso,
que me quedara tranquilita en mi puesto. Que no tomara posición, ni pa un lado,
ni pal otro… ¿a usted qué le parece licenciado lo que pasó con el asistente de
la directora de administración?-.
El contador absorto en sus propios planes, no
escuchó ni una palabra de la boca de Abigail. Sus cavilaciones estaban completamente
dedicadas a la desesperanza por los desastrosos acontecimientos laborales. Durante
sus veinte años como funcionario ministerial, siempre intentó ser honesto y
eficiente, tal
como se lo enseñaron en su en su casa de los Andes y luego, en
la universidad privada donde estudió con esfuerzo y que, a duras penas, le costearon
sus padres con grandes sacrificios y sin sabores.
El contador se propuso, desde
niño ser, tan sólo; ¡¡un hombre honesto y ordenado!! Pero estaba visto que
cumplir con esa ambición tendría un alto precio en el gobierno militar de los
revolucionarios donde el desorden y el saqueo suplantaron a la añeja corrupción.
Hoy, las contralorías eran un espejismo de los cincuenta años de los gobiernos
anteriores. Nadie tenia derecho a cumplir la ley que no dictara, en exclusiva,
los militares de la revolución y su comparsa de acólitos genuflexos.
La patraña y el engaño mancharon el
historial del contador y para ese momento, Jorge Luís, ya no era el funcionario
modelo del ministerio. Él, que nunca necesitó ni un solo minuto más para
presentar un trabajo impecable, se convirtió a la vista de sus superiores en un
funcionario negligente. Su esfuerzo y vehemencia para cumplir sus labores, así
como el cuido de una gestión eficiente, enfrentaron el juicio final de sus
jefes ministeriales:
- Póngame
la renuncia sin hacer alharaca y dejaremos esto así, de lo contrario, usted,
como veterano de estas luchas de papeles, sabe muy bien a lo que se expone-, sentenció el viceministro, sin más ley que la verdad que
respiraban sus palabras de ex militar y de burócrata falaz.
Abigail torció la cabeza e intentó mirarlo a
la cara. Así, repitió su interrogante:
- Licenciado,
¿Qué le parece lo que pasó con Urulo el cubano de la dirección?; ¿En verdad
cree que ese señor, con eso de la brujería, le haga daño a la Señora Nancy , por que al final,
no sabemos si en verdad ella sea la responsable de la destitución del extranjero
ese?-.
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Abigail se abrazó de Jorge Luís y mientras
un joven fue apaleado en el piso por una muchedumbre enardecida ella profirió
un:
- Tengo
que llamar a mi marido Carlos Fernando-, repitió incesantemente en el oído del
contador.
Jorge Luís miró la sangre de la cara
destrozada del muchacho que goteaba hacia los rieles del tren y, en ese momento,
tuvo claro su destino. Tomó a la asistente por los dos brazos y mirándola a los
ojos le asestó un enérgico;
- Quédese
tranquila que pronto llegará el ferrocarril y usted podrá regresar con su
familia velozmente -.
La mujer dejó de gritar y con más calma le
repreguntó al contador asomándosele a los ojos gélidos;
-¿Qué le parece el despido del negro Urulo? -, a lo cual, sin más preámbulos, él respondió;
- No
tengo idea de que me habla, señora Abigail -.

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Todo el fruto del esfuerzo de su trabajo se esfumó
aquella tarde: El techo seguro bregado duramente a través de los años; la
educación de su hija, los viajes al extranjero, recreados solidariamente en su
mente de pequeño burgués; todas las
cosas que añoró reciamente, luchadas con fervor y temple, se convirtieron, en
un abrir y cerrar de ojos, en una cruel felonía del destino.
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Los trenes metálicos desplegaron su ir y venir taciturno acostumbrado, bramando entre la masa humana revuelta por el polvo, el calor y el acostumbrado mal olor. El funcionario se movilizó sin sentido entre la multitud intentando llegar a ninguna parte. Lejos de su sueldo escueto y con la hucha vacía, la vida de su familia sería de grandes penurias. La visión de los rieles oxidados frente a sus ojos agachados comenzó a dibujar la
-No
tengo otra opción, ¡mejor me mato! -. A partir de ese momento inició el suicidio.
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